martes, 21 de julio de 2015

Plumas Burreras. Otro Aleph.




     Buenos Aires sigue ampliando las veredas susceptibles de agrandar la capacidad de facturación de sus boliches. Hace treinta años, cuando desembarqué en el microcentro inaugurando mi vida de cagatinta, la zona denominada El Bajo apenas tenía recuerdos añejos de sus años de esplendor. Las descripciones de muchos tangos no parecían estar hablando de aquellas mismas calles, y las anécdotas calaveras contadas por mis mayores no daban la impresión de haber sido vividas allí. Entre locales cerrados donde apenas
quedaban, agonizantes, dos o tres viejos cabarets, El Bajo se resignaba a la desolación de la vecina zona bancaria fuera del horario de oficina. Por suerte pude conocer uno de aquellos lugares antes de su extinción. Costaba descubrir vestigios de tiempos gloriosos en las mujeres, minas grandes que sólo destilaban tristeza y melancolía esperando el final, pero los detalles del ambiente eran impresionantes. Anaqueles de madera labrada, vitrales, espejos biselados, y hasta esculturas. Mirando con la boca abierta todo aquello, imaginando el sonido en vivo que la orquesta del gordo Troilo habría tenido cuarenta años atrás en lugares como ése, una tarde la voz de una de las coperas me trajo a la realidad. –Nene, para quedarte acá me tenés que pagar algo, si no te van a echar.
     Hace ya varios años El Bajo floreció nuevamente. Algunas de sus calles se hicieron peatonales y tiene boliches de todos colores con mesas extendidas sobre las veredas. Desde bares donde los yuppies porteños celebran el after-office o toman cerveza homenajeando a un santo irlandés hasta locales penumbrosos de auténtico reviente contemporáneo. Y es sólo un ejemplo de lugares donde el cordón se fue corriendo para el medio o desapareció. También mutaron Avenida Corrientes, Boedo desde Independencia hasta San Juan, y tantos otros rincones de la ciudad.

     En una de esas veredas anchas, la de Diagonal Norte, fue donde un mediodía me encontré con este tipo. Yo estaba sentado en un banco esperando la hora de volver al yugo y revisando un par de boletas que acababa de jugar.
–¿Se acierta? –me preguntó sonriendo, sentándose al lado. Cuando salgo solo al mediodía generalmente no tengo ganas de hablar con nadie, pero la expresión amistosa y la pinta de veterano cheronca me inspiraron confianza.
–Nunca pasé de cinco aciertos jugando Poceadas.
–Y… es muy jodido. Pero cuando a uno le gusta timbear… –dijo cerrando los ojos y abriendo las palmas de las manos.
–En realidad esto a mí no me gusta, juego solamente cuando veo pozos grandes. No me entusiasma escolasear sin usar un poco la cabeza, sin tener la posibilidad de pensar en algo para defenderme. Por ejemplo, soy incapaz de sentarme en una mesa de bingo o en una maquinita automática. Me aburre.
–Coincido con usted.
–Además en juegos como éste, el Loto o el Quini, las posibilidades son remotísimas. De vez en cuando ficho algo en la quiniela.
–Por porcentajes para la banca son mucho mejores la ruleta o el black jack. ¿Suele ir al casino?
–Muy poco. Me gusta, pero mi escolaso preferido es jugar a las carreras de caballos.
Hizo un gesto como de aprobación, sacó block y lapicera de un bolsillo del saco y anotó algo mirando la calle. Siguió hablando pero sin dejar de mirar el tráfico y anotar.
–A mí también me aburren esos juegos donde uno no hace más que apostar y esperar. Pero un día encontré una vuelta muy entretenida.
–¿Cuál?
–La investigación –me dijo levantando las cejas. Después volvió a escribir en el block y se quedó en silencio. Lo miré invitando a que siguiera.
–Todo empezó cuando un amigo me dijo que tenía un sistema para jugar a la quiniela. Un método que le había permitido levantar buena guita en el último mes. Le pedí que me explicara de qué se trataba, y durante varios días lo probé con resultados viejos. Después lo llamé y le dije que dejara de jugar en ese preciso momento, que guardara la que había ganado y se olvidara del asunto. El sistema a lo largo de un año daba pérdida en diez meses, quedaba nulo en uno y daba ganancia en el restante.
–Qué culo…
–A prueba de cañonazos. Jugó justo cuando la ola estaba arriba. Hay gente con suerte.
–¿Y en qué consistía el sistema?
–Muy sencillo. Miraba las unidades aparecidas en primera, matutina y vespertina de una quiniela. Si eran distintas, jugaba las tres en la Nocturna. Si acertaba, por ejemplo con cien pesos, le quedaban cuatrocientos de ganancia. Tenía margen para errar, volver a intentarlo y en ese caso quedarse con cien de saldo. Cuando una unidad se repetía en alguno de los tres primeros turnos, no jugaba.
–Sí, muy simple. Usted lo salvó. Teniendo ganancia ese primer mes se hubiera tirado de cabeza al segundo. Si le daba pérdidas, tal vez se tiraba también al tercero para desquitar, al cuarto para emparejar, y así derecho a pedir limosna.
–Ah… veo que tiene claro el camino a la ruina. Sí. Él no lo sabía, pero en realidad estaba jugando a los porcentajes más altos. Yo lo descubrí cuando me puse a buscarle la vuelta al asunto, a investigar.
El tema parecía apasionarlo. Había sacado un paquete de cigarrillos y me convidaba, aunque siempre atento a la calle para hacer anotaciones en el block. Yo tenía que volver al laburo, le pregunté si solía andar al mediodía por ahí. Me dijo que al menos durante dos semanas iba a poder encontrarlo.

     A los dos días volví al mismo banco. Él ya estaba tomando notas y protegiendo el block de la llovizna con un plástico transparente. No me quise sentar en el banco mojado y lo invité a tomar un café.
–Disculpe, pero no me puedo mover de acá por un rato largo. Vamos a aquel, ahí nos tapa un poco el árbol.
Nos sentamos La nueva posición le dificultaba las anotaciones.
–¿A usted le interesa la investigación? –me preguntó.
–Me interesaba. Estudié muchos sistemas de ruleta y quiniela, pero después me aburrí y abandoné.
–Suele ocurrir. Yo a partir de aquel día que le conté me puse a estudiar. Fui llenando la computadora con una cantidad impresionante sistemas, bases de datos y estadísticas.
–Internet y las computadoras cambiaron todo. También la forma de escolasear.
–Claro. Pero para mí eso fue y no fue una ventaja, porque me estallaba el bocho con la cantidad de cosas que se podían probar. Durante algún tiempo hasta fui parte de equipos de investigación formados por timberos. Con el tiempo me hice bastante entendido en Excel, las fórmulas, los algoritmos, y todo eso.
Había comenzado a llover más fuerte, pero el tipo ni amagaba con levantarse. Seguía hablando sin dejar de anotar.
–Vaya, ahora se está mojando en serio –me dijo. –La semana que viene la seguimos.

     El lunes pasé por Diagonal Norte y una vez ubicado el hombre, que seguía con sus notas, le pregunté a qué hora quedaba libre como para ir a tomar algo y charlar más tranquilos. Combinamos para esa misma tarde. Cuando llegué al boliche ya estaba parado puerta. Apenas nos sentamos reanudó la charla como si la hubiéramos interrumpido un par de minutos antes.
–Hay dos formas básicas de atacar el juego de la quiniela con método: por los atrasos o por las repeticiones. Casi todos los programas ajenos que revisé y también los que diseñé yo tienen la misma raíz, lo demás es verso. Hay mucha gente lucrando con la desesperación del prójimo. Ponen sistemas a la venta porque saben que siempre alguien pica, y ahí hacen la diferencia. Son profesionales, se cubren muy bien como para que nadie los pueda encontrar y cagarlos a trompadas.
Sospeché que me iba a querer vender un sistema.
–Jugar unidades, ambos, jugar a los números que menos salieron, a los más salidores, jugar tomando referencias de promedios o de récords; jugar sólo en contextos favorables, jugar en base a las tablas de frecuencias, a la Ley del Tercio, a la Ley del Quinto y a la Ley de la Pendorcha. A la larga todo termina en la zona roja donde las progresiones se hacen insostenibles para la mayoría. Por supuesto que algunos sistemas sirven, pero con una terrible caja de respaldo. Tengamos en cuenta que algunas personas jugando hasta evaden impuesto a las ganancias.
El tipo fue hasta el baño. A mí se me estaba haciendo tarde, pedí la cuenta. Desde la primera vez que nos vimos él no había hablado de nada que yo no supiera.
–¿Perdió mucha guita con el escolaso? –le pregunté saliendo del bar.
–Prácticamente nada, por dos razones. Una, no tengo. Dos, probé todos los sistemas propios y ajenos con bases de datos, sin ponerlos en práctica. Como los resultados nunca fueron los buscados, no implementé ninguno.
Ya era hora de preguntar lo que me interesaba.
–¿Esas anotaciones que hace tienen que ver con algún experimento nuevo?
–Claro. Mañana le explico.

     Al mediodía siguiente no pude zafar de un problema en el trabajo y no salí a la calle, pero a la tarde pasé por el bar. Apenas me vio, el mozo me hizo una seña.
–Ese señor que estuvo con usted ayer le dejó esto.
Era un sobre cerrado. Me senté a tomar un cortado, lo abrí y leí:

“…vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.” J. L. Borges. El Aleph


     Volví a verlo el miércoles en los bancos de Diagonal Norte.
–¿Leyó lo que le dejé? Mire, tengo un amigo que no caza una en asuntos de escolaso. Un tipo muy analítico, muy inteligente. Le pedí que revisara un sistema que estaba desarrollando. Al tiempo me dice: “Tengo la impresión de que jugar con cualquier sistema es lo mismo que jugar lo que se te cante.”
–La vieja discusión.
–Sí, de hecho todavía lo seguimos discutiendo. Pero después me dijo que mirando las planillas se le había ocurrido una idea. Yo sabía que poniéndolo al tanto de cualquier cosa siempre salía algo interesante, así que paré la oreja: “En algún lugar debe estar el sitio exacto donde se suceden con anticipación los resultados de un juego, o de todos los juegos. Un punto del espacio donde se refleja lo que va a pasar esa noche en la quiniela, al otro día en el Loto o el fin de semana en el hipódromo.”
Se quedó mirándome en silencio, esperando algún comentario. Yo sólo sonreí.
–Y en eso ando, amigo. ¿Conoce a Rafa? –dijo apuntando al lustrabotas de la Casa de la Provincia de Salta. Claro que lo conocía.
–Una tarde me contó que había acertado dos días seguidos en la nocturna jugando las chapas de dos autos que había visto picar en punta por Sarmiento con el semáforo en verde. Enseguida lo asocié a la teoría de mi amigo.
–Espere. No me diga que usted anota las patentes de los que pican primero.
–Correcto. Le pregunté más o menos a qué hora había visto los autos. De uno se acordaba bien porque lo vio cuando venía de depositar en la matutina. Y al otro, aunque dudaba, estaba seguro de no haberlo visto después de las tres de la tarde. Bueno, todos los días, en ese lapso de tiempo, yo tomo posición en un banco y anoto. Después controlo resultados y voy armando la estadística. Quién le dice que ese punto del espacio no esté acá nomás, Sarmiento y Diagonal.
En un acto reflejo miré para la esquina. Se adelantaba un taxi, pero sin los lentes no alcancé a leer la chapa.
–Llevo anotados pocos sorteos. Con una muestra chica no se puede probar nada, hay que esperar. Además no es el único punto que vengo siguiendo. A la tarde estoy en Solís y Belgrano.


Marcelo Fébula

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