jueves, 20 de noviembre de 2014

Un retrato al óleo en el Bar El Chino



     El burrero aparece por cualquier lado. Un día mis viejos invitaron a cenar a un gran amigo de la infancia. En medio la charla recordando viejos tiempos aquel tipo quiso asegurar algo y dijo es poner y cobrar. ¡Tac! Burrero a la vista. Otra vez estábamos mirando un partido de veteranos en las canchas de Crespo Juniors, club del barrio. Hablábamos de lo errático que andaba un jugador habitualmente bueno y el punto que estaba sentado al lado nuestro comentó como al pasar anda con la bosta ardida. ¡Tac! Jorge Celaye me contó que jugando un torneo de ajedrez, el rival que lo venía destrozando de repente le ofreció tablas. Pensó para sus adentros que aquel tipo estaba loco pero aceptó inmediatamente viendo como el otro firmaba la planilla y salía rajando. Tiempo después se enteró que su apuro se debía a que tenía una fija en Palermo. ¡Tac! Almorzando en El Salmón de la calle Reconquista un mediodía, el mozo callado y eficiente que nos había atendido con todo su oficio durante dos horas, sirviendo una vuelta de whisky se metió con naturalidad en nuestra conversación diciendo ese que nombraron es ligero de abajo. ¡Tac! El gigantesco Turco que venía seguido por la oficina manejaba las resmas de formularios que proveía como si fueran mazos de cartas y hablaba siempre de fútbol, pero iba muy poco a la cancha los domingos. Supe el motivo cuando empecé a ir a la Especial. ¡Tac!


Si aparecemos en cualquier ámbito, ¿cómo no iba a haber burreros en el Bar El Chino, reducto tanguero y porteño si los hubo? Bar El Chino, ese sombrío boliche de barrio que se encendía cada dos semanas en las inolvidables “Peñas de 10 a 10” (de diez de la noche del viernes a diez de la mañana del sábado). Afortunadamente llegué a conocerlo siendo casi un adolescente, cuando aquellas paredes estaban todavía muy lejos de ser retratadas en diarios y revistas o filmadas en documentales y películas. Cuando la vida de sus parroquianos no trascendía mucho más allá del barrio. Cuando El Chino Jorge Garcés, en un gesto de confianza, nos llevaba hacia el patio interno del caserón y nos decía
–Tomen y coman lo que quieran. Eso sí, cuando terminan, los cuchillos abajo del mostrador.


Con mi compañero Walter éramos en cierta forma protegidos del Chino. Claro, teníamos casi la misma edad de su hijo, tocábamos la viola y además de la formación de escuela teníamos lo que viene de fábrica por haber crecido en hogares donde se escuchaba tango y folklore. Por eso nos animábamos a acompañar cantores en aquellas peñas de los viernes cuando el guitarrista estable Abel Frías se tomaba un descanso. Alguna vez nos mandaron al carajo con nuestro flaco sonido y raras armonías, pero muchas otras tuvimos el honor de acompañar al dueño de casa, cantor de boliche que paralizaba el ambiente cuando salía al ruedo para entonar con su áspera voz de veterano curtido en mil batallas los versos de La abandoné y no sabía o Amigos que yo quiero.
Siempre intuí que en aquel ambiente nochero y atorrante no podían faltar los burreros, aunque durante mucho tiempo la única conexión palpable entre el boliche y el mundo de los yobacas me la sugería el banca de quiniela Pirulo laburando en un rincón y un retrato al óleo de Branding ubicado en una pared lateral. Pasó mucho tiempo hasta hacer contacto directo con un hombre de la perrera.

        Años después de aquella época, cuando el boliche amplió un poco el perfil de sus parroquianos abriendo sus puertas a la familia y adornó su fachada con motivos tangueros, volví con mi mujer, mis viejos y algunos amigos a disfrutar de sus noches, ya no como violero. Había por entonces varios sobrevivientes de los viejos tiempos, entre ellos Beto.
           Beto era de ese tipo de curdas alegre y jodón, muy ocurrente y despreocupado por las consecuencias que podrían traerle sus duros comentarios entre la gente habitual del boliche y otra que apenas conocía. Era capaz de tildar de sordos deformados a todos los presentes con un amplio gesto de su mano, de cargar a los canas que venían a mangar algo o cagársele de risa en la misma cara a algún cantor engrupido, por pesado que fuera. Mi relación con él nunca había pasado de charlar un rato, reírme con sus ocurrencias o sorprenderme cuando después de tocar a veces me premiaba con un beso. Pero una noche se me ocurrió preguntarle algo por el simple hecho de tenerlo cerca. No sabía si tendría alguna idea de lo que le estaba hablando o arrancaría para cualquier lado, pues se lo notaba tan curda como siempre.
–Che Beto, ¿quién gana mañana el Jockey Club?
Beto abrió sus ojos normalmente entornados y se puso serio. Me miró, se agachó y  susurró claramente en mi oído:
–Barba, mañana jugale al de Maciel.
Dicho esto reanudó su ronda de besos, saludos y críticas mordaces. Tardé unos segundos en reaccionar. Desde la pared, Branding parecía decirme –Viste gil, ¿por qué tardaste tanto en preguntar?
La noche siguió su curso, y allí me quedé disfrutando del menú fijo y el interminable desfile de cantores. En algún momento antes del alba ganaría el escenario el Toto Acosta y entonces le pediríamos que cantara Bajo Belgrano.

            Fue Jorge Pulido, ex portero en la entrada principal de la quema de Avenida Roca, quien le hizo conocer a mi viejo la agencia hípica que funcionaba en la confitería del Mercado de Abasto. Pavada de giles los que tuvieron la idea de poner una agencia allí, rodeada de cientos de puesteros con guita fresca en los bolsillos. Era muy grande, con una cantidad impresionante de televisores. Algunos domingos hasta cubrían dos reuniones, de un lado Palermo y del otro La Plata, por lo que no era raro ver gente muy concentrada cubriendo dos programas al mismo tiempo. Con Roge íbamos seguido, nos quedaba bastante cerca de casa. Un sábado se nos sumó el Negro Guillermo.
Sería una de las veces en las que más guita nos traeríamos del HP, pero paradójicamente también una de las veces que más triste volvería.

Aquella tarde había muy buena asistencia, ya que se corría el Jockey Club. Llegando temprano pudimos ubicarnos cómodamente y empezamos a tirar entre los tres. Durante las primeras carreras veníamos meta barracas, pero con un par de buenos contragolpes de a poco empezamos a verle las patas a la sota. En la primera cuatrifecta del programa yo había jugado los dibujos de los tres. Cuando cruzaron supe que el Negro había errado lejos y que yo le había pegado en el palo metiendo los tres de arriba y cayéndome en el cuarto puesto. Pero también intuí que Roge, con quien habíamos mencionado más o menos a los mismos caballos, estaba muy cerca de haberla acertado. Fueron subiendo rápido las chapas, sin verde ni amarilla, y allí estaba la cuatri de Roge. Habíamos ganado con una de esas bien baratas, dos para primero y segundo y dos para tercero y cuarto. Abrazos, puños en alto y que venga la primera cerveza para festejar. Sólo recuerdo que uno de los yobacas se llamaba Rey del Compás, y habiendo embocado la cuatrifecta no me molestaba para nada que evocara a Juan D’Arienzo y su orquesta, que siempre me resultaron insoportables. Desde las mesas vecinas nos felicitaban y pedían que les mostráramos el boleto, destacando con admiración la que habíamos levantado invirtiendo tan poco, y diciendo cosas como –Y sí, si no había otra cosa... –Muy bien, muy bien.
Habiendo pasado por ventanilla comenzamos a ver el paseo preliminar de la siguiente carrera, sin prestarle demasiada atención porque seguíamos comentando el acierto y nos duraba la excitación. Habíamos decidido quedarnos a ver el Jockey Club y después rajar. Yo, medio de reojo ya había visto salir al uno, debutante sobre un tiro no muy frecuente para esa condición, la milla. Lo montaba Gutiérrez, iba caminando pegado a los palos y tenía las dos manitos vendadas. Se llamaba Arnaud y cuando abrieron el totalizador pagaba 99.99 por cada uno. Fue un metejón inmediato. En ese momento me empecé a mandar una cagada atrás de la otra.
En lugar de jugármela en firme con ese uno de manitos vendadas ahora que teníamos resto suficiente, en lugar de pedirles a los que tiraban conmigo que me acompañaran en la rumbeada, seguí jugando la rasposa trifecta llave de siempre. Ni siquiera le puse un mango a ganador. Cuando volví a la mesa Roge y el Negro me comentaron que había bajado bastante. Ahora pagaba como 60 mangos.
Largaron y Arnaud salió en punta. Hizo todo el codo al frente y seguía allí  cuando entraron al derecho. Antes de levantarme de la silla pensé que la larga recta con loma de San Isidro iba a terminar despatarrándolo en su osadía, pero igualmente empecé a empujar al negro Gutiérrez con esa extraña voz que me sale cuando grito. Arnaud siguió en la delantera y advertí que en la agencia atiborrada de gente sólo se escuchaba otra voz, además de la mía, meta y ponga con ¡¡Guuuuuuuutiérreviejonomás!! y el brazo extendido hacia la imagen del televisor. Era un morocho que estaba en la otra punta del salón. El final fue medio enredado pero Arnaud cruzó y dejó tambaleando a la cátedra con un sartenazo de 58 y chirolas por cada uno. Yo era consciente del cagadón que me había mandado y lo primero que les pregunté a los muchachos mientras recuperaba aliento era quién había entrado tercero. Cuando arriaron la amarilla por un reclamo contra el ganador que no prosperó, las chapas confirmaron que los dos caballos que había puesto atrás del uno en la trifecta estaban segundo y cuarto. La trompada que le pegué a la mesa volteó un chopp vacío, y me sentí muy avergonzado en el acto. Se hizo un repentino  silencio alrededor nuestro. Uno de los burreros que nos habían felicitado un rato antes se animó a preguntar qué había pasado. Yo miraba sin mirar el televisor. Roge le respondió alargándole el boleto que me había sacado de la mano. El tipo lo miró y alcanzó a mostrárselo a algunos curiosos haciendo amplios gestos negativos con la cabeza.
–¡Pero nene! ¡Si acaban de ganar la cuatrifecta y tienen el paco! ¡Ahora era el momento de hacer un estropicio, uno con todo, o cualquier otra cosa! Si no la hacés ahora, ¿cuándo la vas a hacer? ¡Encima te gustó ese uno!
Lo miré como pidiendo perdón y no dije nada.
Fui incapaz de salir de una especie de estado catatónico por un rato largo. Pasé por el baño, hice otra cola en la ventanilla, pero seguía medio sonámbulo. De pronto me sorprendió la campana de largada del Jockey Club, carrera en la que había jugado cualquier verdura. Una chaquetilla roja llegó un rato antes al disco y el triunfo fue para Mr Light Tres, a tarifa, con la monta de Jorge “La Fiera” Maciel. En ese momento me sentí como se habrá sentido el tano Benvenutti cuando Monzón casi le arranca el balero con aquel derechazo impresionante. Recordé claramente el retrato de Branding sobre una de las paredes laterales del Bar El Chino, donde unas horas antes un curda llamado Beto me había aconsejado casi solemnemente, en voz baja y poniéndome una mano en el hombro.

            Un solo vale ganador se llevó todo el pozo de la doble. Y ese vale lo tenía el tipo de la otra punta que gritó conmigo al uno de las manitos vendadas. La gente de la agencia formaba fila para arrimarse a felicitarlo. Cuando íbamos hacia la salida nos cruzamos una mirada. El morocho sonriente quizás pensaba que yo también había pasado al frente con violencia. Le devolví la sonrisa y lo saludé a la distancia levantando el pulgar.
            A veces escucho a Don Edmundo cantar y aunque me dicen El Feo / colgué mi fotografía / donde está la galería / de los ases del choreo, y pienso que si algún día inauguran una galería de giles del escolaso, habrá un humilde lugar reservado para mí, con una instantánea de mi cara en la tarde de aquel Jockey Club.




     Con el dividendo de aquella cuatri el Negro Guille hizo uno de sus viajes a los lagos del sur, esta vez sin haber ahorrado previamente. Roge y yo compramos cosas para la casa, entre ellas un televisor al que cariñosa y un poco tristemente siempre llamé Mr Light Tres.
     Por el bar no paso hace más de veinte años. En todo ese tiempo me fueron llegando noticias de su suerte pero no quise asistir a esa parte de la historia. Imagino que la metamorfosis que medió entre el ambiente de avería del pasado y la atmósfera for export del local nuevo que construyeron se habrá acelerado cruelmente cuando El Chino, su hijo y muchos de los viejos parroquianos fueron a acodarse en el estaño de San Pedro. Si algún día vuelvo a caminar por esas veredas, aunque ya no exista aquel óleo, estoy seguro que uno de los primeros fantasmas en salirme al encuentro va a ser el del ruano Branding.


Marcelo Fébula.

4 comentarios:

  1. ¿De cuando es esa foto del Chino? Pasé los primeros años de la democracia al lado de ese bar de la calle Beazley, al lado, en el local de un partido político. No sé que habrá ahora. En la casa de altos de arriba había unos del viejos del antiguo Partido Socialista Argentino con los que agarraba a las puteadas por las pintadas. Del chino lo que más conozco es el baño, porque ni eso teníamos en local. A veces le mangabamos agua tibia para el mate.

    Vos haces 20, yo hace 25 años que no tengo noticias del bar. Pasé hace algunos años para votar, hasta que cambié de domicilio, y lo vi casi como siempre. ¿Pero ahora?

    Abrazos.
    moraviarojo

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  2. Moravia: Desde los '40 el local fue almacén, fonda, boliche de barrio, y bar con Peñas cada 15 días tal vez a partir de los '70. La fama le llegó con la llegada de Pepe Sacristán y otra gente del ambiente artístico en los '80. Esas fotos con que ilustré la nota calculo son de fines de los '90, cuando yo ya no aportaba por allí. Las saqué de Internet.
    El local que mencionás era del PI, el Negro Guille que refiero en el relato se llama Guillermo López, es un hermano para mí, tal vez lo conozcas. Militaba allí y más de una vez tuvo que atender algún curda que se equivocaba de puerta y se metía en las reuniones políticas preguntando si estaba el Chino.
    Sólo asistí de lejos a los últimos años del boliche. Supe que El Chino murió en Agosto de 2001 y su hijo unos meses antes. Creo que el local estuvo un tiempo cerrado y después lo llevó adelante la esposa con otra gente hasta que también ella partió, en 2006.
    El bar no era del Chino como muchos suponíamos, y llegó a tener un cartel de venta aún siendo un lugar famoso. Después de 2006 creo que herederos de los dueños tiraron todo abajo y abrieron otro local, que aparentemente funciona viernes y sábados como tanguería.
    m.

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  3. 2001... Y ya, era grande, o me parecía grande, cuando le conocí.

    Guillermo... Y tiene que ser simplemente "Guille", el hijo de la portera de la escuela de la calle Traful. Tenía un hermano del que se me ha escapado el nombre; no era tan locuaz como él.

    Sí que tenía noticias del éxito culturoso del bar; tengo familiares en la plástica que a veces se juntaban con amigos. Pero el bar me gustaba cuando estaba tranquilo. El Chino lo empezaba a mover tipo 20.00, 21.00 hs, con la gente del barrio.

    Bello recuerdo y flor de marco para tu historia.

    Abrazos
    moraviarojo

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  4. Exactamente. El Negro Guille, con sus hermanos Isidro (supongo que te referís a él) y Ricardo y la mamá, Doña Clara.

    A mí también me gustaba en la vieja época, boliche de barrio y Peñas cada 15 dias. Tanto que no viví la última etapa.

    Hay dos películas sobre el Bar, que no ví. "Bar El Chino" de 2003 y "El Último Aplauso" de 2009.

    Le contaré al Negro esta historia, que también tiene lo suyo.

    m.

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