El burrero aparece por
cualquier lado. Un día mis viejos invitaron a cenar a un gran amigo de la
infancia. En medio la charla recordando viejos tiempos aquel tipo quiso
asegurar algo y dijo es poner y cobrar.
¡Tac! Burrero a la vista. Otra vez estábamos mirando un partido de veteranos en
las canchas de Crespo Juniors, club del barrio. Hablábamos de lo errático que
andaba un jugador habitualmente bueno y el punto que estaba sentado al lado
nuestro comentó como al pasar anda con la
bosta ardida. ¡Tac! Jorge Celaye me contó que jugando un torneo de ajedrez,
el rival que lo venía destrozando de repente le ofreció tablas. Pensó para sus
adentros que aquel tipo estaba loco pero aceptó inmediatamente viendo como el
otro firmaba la planilla y salía rajando. Tiempo después se enteró que su apuro
se debía a que tenía una fija en Palermo. ¡Tac! Almorzando en El Salmón de la
calle Reconquista un mediodía, el mozo callado y eficiente que nos había
atendido con todo su oficio durante dos horas, sirviendo una vuelta de whisky
se metió con naturalidad en nuestra conversación diciendo ese que nombraron es ligero de abajo. ¡Tac! El gigantesco Turco que
venía seguido por la oficina manejaba las resmas de formularios que proveía
como si fueran mazos de cartas y hablaba siempre de fútbol, pero iba muy poco a
la cancha los domingos. Supe el motivo cuando empecé a ir a la Especial. ¡Tac!
Si aparecemos en
cualquier ámbito, ¿cómo no iba a haber burreros en el Bar El Chino, reducto
tanguero y porteño si los hubo? Bar El Chino, ese sombrío boliche de barrio que
se encendía cada dos semanas en las inolvidables “Peñas de 10 a 10” (de diez de
la noche del viernes a diez de la mañana del sábado). Afortunadamente llegué a
conocerlo siendo casi un adolescente, cuando aquellas paredes estaban todavía
muy lejos de ser retratadas en diarios y revistas o filmadas en documentales y
películas. Cuando la vida de sus parroquianos no trascendía mucho más allá del
barrio. Cuando El Chino Jorge Garcés, en un gesto de confianza, nos llevaba
hacia el patio interno del caserón y nos decía
Con mi compañero Walter
éramos en cierta forma protegidos del Chino. Claro, teníamos casi la misma edad
de su hijo, tocábamos la viola y además de la formación de escuela teníamos lo
que viene de fábrica por haber crecido en hogares donde se escuchaba tango y
folklore. Por eso nos animábamos a acompañar cantores en aquellas peñas de los
viernes cuando el guitarrista estable Abel Frías se tomaba un descanso. Alguna
vez nos mandaron al carajo con nuestro flaco sonido y raras armonías, pero muchas otras tuvimos el honor de acompañar al dueño de casa, cantor de boliche
que paralizaba el ambiente cuando salía al ruedo para entonar con su áspera voz
de veterano curtido en mil batallas los versos de La abandoné y no sabía o Amigos
que yo quiero.
Siempre intuí que en
aquel ambiente nochero y atorrante no podían faltar los burreros, aunque
durante mucho tiempo la única conexión palpable entre el boliche y el mundo de
los yobacas me la sugería el banca de quiniela Pirulo laburando en un rincón y un retrato al óleo de Branding ubicado en una pared
lateral. Pasó mucho tiempo hasta hacer contacto directo con un hombre de la perrera.
Años
después de aquella época, cuando el boliche amplió un poco el perfil de sus
parroquianos abriendo sus puertas a la familia y adornó su fachada con motivos tangueros, volví con mi mujer, mis viejos y
algunos amigos a disfrutar de sus noches, ya no como violero. Había por entonces
varios sobrevivientes de los viejos tiempos, entre ellos Beto.
Beto
era de ese tipo de curdas alegre y jodón, muy ocurrente y despreocupado por las
consecuencias que podrían traerle sus duros comentarios entre la gente habitual
del boliche y otra que apenas conocía. Era capaz de tildar de sordos deformados a todos los presentes
con un amplio gesto de su mano, de cargar a los canas que venían a mangar algo
o cagársele de risa en la misma cara a algún cantor engrupido, por pesado que
fuera. Mi relación con él nunca había pasado de charlar un rato, reírme con sus
ocurrencias o sorprenderme cuando después de tocar a veces me premiaba con un
beso. Pero una noche se me ocurrió preguntarle algo por el simple hecho de
tenerlo cerca. No sabía si tendría alguna idea de lo que le estaba hablando o
arrancaría para cualquier lado, pues se lo notaba tan curda como siempre.
–Che Beto, ¿quién gana mañana el Jockey
Club?
Beto abrió sus ojos normalmente
entornados y se puso serio. Me miró, se agachó y susurró claramente en mi oído:
–Barba, mañana jugale al de Maciel.
Dicho esto reanudó su ronda de besos,
saludos y críticas mordaces. Tardé unos segundos en reaccionar. Desde la pared,
Branding parecía decirme –Viste gil, ¿por qué tardaste tanto en preguntar?
La noche siguió su curso, y allí me quedé
disfrutando del menú fijo y el interminable desfile de cantores. En algún
momento antes del alba ganaría el escenario el Toto Acosta y entonces le
pediríamos que cantara Bajo Belgrano.
Fue
Jorge Pulido, ex portero en la entrada principal de la quema de Avenida Roca, quien le hizo conocer a mi viejo la agencia
hípica que funcionaba en la confitería del Mercado de Abasto. Pavada de giles
los que tuvieron la idea de poner una agencia allí, rodeada de cientos de
puesteros con guita fresca en los bolsillos. Era muy grande, con una cantidad
impresionante de televisores. Algunos domingos hasta cubrían dos reuniones, de
un lado Palermo y del otro La Plata, por lo que no era raro ver gente muy
concentrada cubriendo dos programas al mismo tiempo. Con Roge íbamos seguido,
nos quedaba bastante cerca de casa. Un sábado se nos sumó el Negro Guillermo.
Sería una de las veces
en las que más guita nos traeríamos del HP, pero paradójicamente también una de
las veces que más triste volvería.
Aquella tarde había muy
buena asistencia, ya que se corría el Jockey Club. Llegando temprano pudimos
ubicarnos cómodamente y empezamos a tirar entre los tres. Durante las primeras
carreras veníamos meta barracas, pero con un par de buenos contragolpes de a
poco empezamos a verle las patas a la sota. En la primera cuatrifecta del
programa yo había jugado los dibujos de los tres. Cuando cruzaron supe que el
Negro había errado lejos y que yo le había pegado en el palo metiendo los tres de arriba y cayéndome en el cuarto puesto. Pero también intuí que Roge, con quien
habíamos mencionado más o menos a los mismos caballos, estaba muy cerca de
haberla acertado. Fueron subiendo rápido las chapas, sin verde ni amarilla, y
allí estaba la cuatri de Roge. Habíamos ganado con una de esas bien baratas,
dos para primero y segundo y dos para tercero y cuarto. Abrazos, puños en alto
y que venga la primera cerveza para festejar. Sólo recuerdo que uno de los
yobacas se llamaba Rey del Compás, y habiendo embocado la cuatrifecta no me
molestaba para nada que evocara a Juan D’Arienzo y su orquesta, que siempre me
resultaron insoportables. Desde las mesas vecinas nos felicitaban y pedían que les
mostráramos el boleto, destacando con admiración la que habíamos levantado
invirtiendo tan poco, y diciendo cosas como –Y sí, si no había otra cosa...
–Muy bien, muy bien.
Habiendo pasado por
ventanilla comenzamos a ver el paseo preliminar de la siguiente carrera, sin
prestarle demasiada atención porque seguíamos comentando el acierto y nos
duraba la excitación. Habíamos decidido quedarnos a ver el Jockey Club y
después rajar. Yo, medio de reojo ya había visto salir al uno, debutante sobre
un tiro no muy frecuente para esa condición, la milla. Lo montaba Gutiérrez,
iba caminando pegado a los palos y tenía las dos manitos vendadas. Se llamaba
Arnaud y cuando abrieron el totalizador pagaba 99.99 por cada uno. Fue un
metejón inmediato. En ese momento me empecé a mandar una cagada atrás de la
otra.
En lugar de jugármela en
firme con ese uno de manitos vendadas ahora que teníamos resto suficiente, en
lugar de pedirles a los que tiraban conmigo que me acompañaran en la rumbeada,
seguí jugando la rasposa trifecta llave de siempre. Ni siquiera le puse un
mango a ganador. Cuando volví a la mesa Roge y el Negro me comentaron que había bajado bastante.
Ahora pagaba como 60 mangos.
Largaron y Arnaud salió
en punta. Hizo todo el codo al frente y seguía allí cuando entraron al derecho. Antes de
levantarme de la silla pensé que la larga recta con loma de San Isidro iba a
terminar despatarrándolo en su osadía, pero igualmente empecé a empujar al
negro Gutiérrez con esa extraña voz que me sale cuando grito. Arnaud siguió en
la delantera y advertí que en la agencia atiborrada de gente sólo se escuchaba
otra voz, además de la mía, meta y ponga con ¡¡Guuuuuuuutiérreviejonomás!! y el
brazo extendido hacia la imagen del televisor. Era un morocho que estaba en la
otra punta del salón. El final fue medio enredado pero Arnaud cruzó y dejó
tambaleando a la cátedra con un sartenazo de 58 y chirolas por cada uno. Yo era
consciente del cagadón que me había mandado y lo primero que les pregunté a los
muchachos mientras recuperaba aliento era quién había entrado tercero. Cuando
arriaron la amarilla por un reclamo contra el ganador que no prosperó, las chapas confirmaron que los dos caballos que había puesto atrás del uno en la trifecta estaban segundo y cuarto. La trompada que le pegué a la
mesa volteó un chopp vacío, y me sentí muy avergonzado en el acto. Se hizo un
repentino silencio alrededor nuestro.
Uno de los burreros que nos habían felicitado un rato antes se animó a preguntar
qué había pasado. Yo miraba sin mirar el televisor. Roge le respondió alargándole el boleto que me había sacado de la mano. El tipo lo miró y alcanzó
a mostrárselo a algunos curiosos haciendo amplios gestos negativos con la
cabeza.
–¡Pero nene! ¡Si acaban de ganar la
cuatrifecta y tienen el paco! ¡Ahora era el momento de hacer un estropicio, uno
con todo, o cualquier otra cosa! Si no la hacés ahora, ¿cuándo la vas a hacer? ¡Encima
te gustó ese uno!
Lo miré como pidiendo perdón y no dije
nada.
Fui incapaz de salir de una
especie de estado catatónico por un rato largo. Pasé por el baño, hice otra cola en
la ventanilla, pero seguía medio sonámbulo. De pronto me sorprendió la campana
de largada del Jockey Club, carrera en la que había jugado cualquier verdura.
Una chaquetilla roja llegó un rato antes al disco y el triunfo fue para Mr
Light Tres, a tarifa, con la monta de Jorge “La Fiera” Maciel. En ese momento
me sentí como se habrá sentido el tano Benvenutti cuando Monzón casi le arranca
el balero con aquel derechazo impresionante. Recordé claramente el retrato de
Branding sobre una de las paredes laterales del Bar El Chino, donde unas horas antes un curda llamado Beto me había aconsejado casi
solemnemente, en voz baja y poniéndome una mano en el hombro.
Un solo vale ganador se llevó todo el pozo de la doble. Y ese vale lo
tenía el tipo de la otra punta que gritó conmigo al uno de las manitos
vendadas. La gente de la agencia formaba fila para arrimarse a felicitarlo. Cuando íbamos hacia
la salida nos cruzamos una mirada. El morocho sonriente quizás pensaba que yo
también había pasado al frente con violencia. Le devolví la sonrisa y lo saludé
a la distancia levantando el pulgar.
A
veces escucho a Don Edmundo cantar y
aunque me dicen El Feo / colgué mi fotografía / donde está la galería / de los
ases del choreo, y pienso que si algún día inauguran una galería de giles
del escolaso, habrá un humilde lugar reservado para mí, con una instantánea de
mi cara en la tarde de aquel Jockey Club.
Con el dividendo de aquella cuatri el Negro Guille hizo uno de sus viajes a los lagos del sur, esta
vez sin haber ahorrado previamente. Roge y yo compramos cosas para la casa,
entre ellas un televisor al que cariñosa y un poco
tristemente siempre llamé Mr Light Tres.
Por el bar no paso hace más de veinte años. En todo ese tiempo me fueron llegando noticias de su suerte pero no quise asistir a esa parte de la historia. Imagino que la metamorfosis que medió entre el ambiente de avería del pasado y la atmósfera for export del local nuevo que construyeron se habrá acelerado cruelmente cuando El Chino, su hijo y muchos de los viejos parroquianos fueron a acodarse en el estaño de San Pedro. Si algún día vuelvo a caminar por esas veredas, aunque ya no exista aquel óleo, estoy seguro que uno de los primeros fantasmas en salirme al encuentro va a ser el del ruano Branding.
Por el bar no paso hace más de veinte años. En todo ese tiempo me fueron llegando noticias de su suerte pero no quise asistir a esa parte de la historia. Imagino que la metamorfosis que medió entre el ambiente de avería del pasado y la atmósfera for export del local nuevo que construyeron se habrá acelerado cruelmente cuando El Chino, su hijo y muchos de los viejos parroquianos fueron a acodarse en el estaño de San Pedro. Si algún día vuelvo a caminar por esas veredas, aunque ya no exista aquel óleo, estoy seguro que uno de los primeros fantasmas en salirme al encuentro va a ser el del ruano Branding.
Marcelo Fébula.
¿De cuando es esa foto del Chino? Pasé los primeros años de la democracia al lado de ese bar de la calle Beazley, al lado, en el local de un partido político. No sé que habrá ahora. En la casa de altos de arriba había unos del viejos del antiguo Partido Socialista Argentino con los que agarraba a las puteadas por las pintadas. Del chino lo que más conozco es el baño, porque ni eso teníamos en local. A veces le mangabamos agua tibia para el mate.
ResponderEliminarVos haces 20, yo hace 25 años que no tengo noticias del bar. Pasé hace algunos años para votar, hasta que cambié de domicilio, y lo vi casi como siempre. ¿Pero ahora?
Abrazos.
moraviarojo
Moravia: Desde los '40 el local fue almacén, fonda, boliche de barrio, y bar con Peñas cada 15 días tal vez a partir de los '70. La fama le llegó con la llegada de Pepe Sacristán y otra gente del ambiente artístico en los '80. Esas fotos con que ilustré la nota calculo son de fines de los '90, cuando yo ya no aportaba por allí. Las saqué de Internet.
ResponderEliminarEl local que mencionás era del PI, el Negro Guille que refiero en el relato se llama Guillermo López, es un hermano para mí, tal vez lo conozcas. Militaba allí y más de una vez tuvo que atender algún curda que se equivocaba de puerta y se metía en las reuniones políticas preguntando si estaba el Chino.
Sólo asistí de lejos a los últimos años del boliche. Supe que El Chino murió en Agosto de 2001 y su hijo unos meses antes. Creo que el local estuvo un tiempo cerrado y después lo llevó adelante la esposa con otra gente hasta que también ella partió, en 2006.
El bar no era del Chino como muchos suponíamos, y llegó a tener un cartel de venta aún siendo un lugar famoso. Después de 2006 creo que herederos de los dueños tiraron todo abajo y abrieron otro local, que aparentemente funciona viernes y sábados como tanguería.
m.
2001... Y ya, era grande, o me parecía grande, cuando le conocí.
ResponderEliminarGuillermo... Y tiene que ser simplemente "Guille", el hijo de la portera de la escuela de la calle Traful. Tenía un hermano del que se me ha escapado el nombre; no era tan locuaz como él.
Sí que tenía noticias del éxito culturoso del bar; tengo familiares en la plástica que a veces se juntaban con amigos. Pero el bar me gustaba cuando estaba tranquilo. El Chino lo empezaba a mover tipo 20.00, 21.00 hs, con la gente del barrio.
Bello recuerdo y flor de marco para tu historia.
Abrazos
moraviarojo
Exactamente. El Negro Guille, con sus hermanos Isidro (supongo que te referís a él) y Ricardo y la mamá, Doña Clara.
ResponderEliminarA mí también me gustaba en la vieja época, boliche de barrio y Peñas cada 15 dias. Tanto que no viví la última etapa.
Hay dos películas sobre el Bar, que no ví. "Bar El Chino" de 2003 y "El Último Aplauso" de 2009.
Le contaré al Negro esta historia, que también tiene lo suyo.
m.