I
Avenida Medrano estaba pesadísima.
El 160 completo avanzaba a paso de hombre. Muchas cuadras atrás el chofer había
decidido no subir más pasajeros. En las paradas la gente le golpeaba las
puertas y lo insultaba. Tal vez prefería eso a las peleas que se originaban
cuando abría las puertas con los estribos llenos de gente. Casi llegando a
Rivadavia, después de escuchar las maldiciones de un hombre que había estado
pegado al timbre durante una cuadra, reanudó la marcha soltando una especie de
letanía sin destinatario fijo.
–Si paro y abro me putean los de arriba porque ya no entra más gente. Si
no paro me putean los de abajo. Cuando decido que no entre más nadie y paro
unos metros más adelante para que no se meta gente de prepo, me vuelven a
putear los de arriba porque no paro donde corresponde.
Mirando por una
ventanilla, pensó que aquel pequeño discurso hubiera hecho reír mucho a César,
el burrero más joven de la barra.
–Fernández. Olegario F., parecés un personaje de López Biza –le había
dicho esa misma tarde pasando las hojas de su DNI. Se lo había extendido para
que comprobara por sí mismo la cantidad de números capicúa que tenía,
escuchando en voz de aquel muchacho su segundo nombre (herencia de un abuelo
del campo) con sorpresa, como si no recordara llamarse así. César tenía
permitido tutearlo desde que lo conoció, apodarlo El Viejo y hasta hacerle bromas subidas de tono, cosas que llamaban
la atención en sus amigos de tribuna, que lo sabían hombre de pocas pulgas para
con los confianzudos. Recordándolo con una sonrisa, notó que ya estaban a la
altura de la Federación
de Box.
Su viudez, su jubilación, la independencia de
sus hijos, le dejaban grandes espacios de tiempo libre todos los días, como en
este anochecer de domingo que caía con la tristeza de siempre en los que veían
aproximarse el horizonte de un lunes de laburo. Entrando en Boedo pensó en
bajarse para cenar en un boliche. Fue mirando algunos sin decidirse y en medio
de la duda el colectivo ya estaba cortando en amarillo el semáforo de San Juan.
Se había vaciado un poco, volvería a llenarse en Pompeya antes de cruzar el
Riachuelo y sumergirse en la provincia, pero ahora avanzaba como desbocado por
el carril rápido en un sprint de varias cuadras que duró hasta la eterna
galleta de tránsito que provocaba la barrera baja en avenida Sáenz. En ese
momento, en medio del embotellamiento, vio el caballo.
Tiraba de un carro que
tenía el eje y las ruedas de un auto, hasta con la punta que salía del grueso
diferencial girando en la nada. Iba atestado de cartones y cacharros que apenas
dejaban un espacio libre en el estribo donde iba sentado el ciruja al mando de
las riendas, que eran dos sogas gruesas como para amarrar una lancha. Tanto era
el peso del que tiraba aquel animal, ataviado con anteojeras y un pretal de
cuero gastadísimos, que aún habiendo detenido la marcha parecía estar haciendo
fuerza hacia adelante. El colectivo que tenía estacionado adelante le soltaba
densas bocanadas de humo espeso, pero apenas lo vio mover un par de veces la
cabeza en medio de la nube negra. Las luces altas de algún impaciente al
volante también le revelaron que tenía viejas mataduras sobre las verijas y el
lomo, y los vasos muy descuidados. La imagen le produjo una tristeza honda e
implacable. Intentó desviar la mirada, pero una súbita congoja le había copado
la garganta. No la iba a tener fácil aquel tungo cuando la luz cambiara a verde
y tuviera que avanzar por el asfalto, tan roto que dejaba ver grandes manchones
del viejo empedrado, rumbo al embudo en que se convertía la avenida un poco más
adelante. De pronto se encontró con los ojos del ciruja, duros, desafiantes.
Algunos cortos bocinazos y aceleradas ya estaban avisando que la barrera se
levantaba. Notó las sogas moviéndose enérgicamente sobre el animal. Se levantó
y tomó posición junto a los pasajeros que hacían punta para bajar en la parada
de la iglesia.
Ya en la vereda, otra
visión le hizo más ancha la huella de la tristeza. Los pibes harapientos,
semidesnudos, descalzos y con costras de mugre que habitualmente dormían,
pedían monedas y comían basura en la calle, habían inaugurado otra actividad:
con el semáforo en rojo, la emprendían a los golpes contra las molduras de
aluminio de los colectivos parados, tratando de desprender alguna. Moviéndose para
donde lo llevara el gentío, de pronto se encontró parado frente a un puesto de
flores.
–Hay que matarlos a todos –dijo un hombre que asistía al mismo
triste espectáculo, luego de señalar a los pibes con el mentón.
–Sí, yo empezaría con vos, gordo grasa.
El hombre lo miró atónito, como no entendiendo lo que acababa de
escuchar. Pero no le dio tiempo a nada y volvió a perderse entre el gentío hasta descubrirse metido en un compacto grupo de gente junto a la puerta de la
iglesia. La llegada de dos novios en un antiguo auto blanco despertaba
exclamaciones de júbilo.
–¡Cuerno! –gritó aprovechando la confusión y viendo
como algunos giraban la cabeza buscando al desubicado. Empujando gente llegó
hasta el quiosco de mitad de cuadra. Recostado contra la pared respiró hondo un
par de veces, tratando de calmarse.
–Señor, está pálido… ¿se siente
bien? –le preguntó una mujer.
–No, me siento para el carajo, en este momento todo me cae mal. Si
viniera Sharon Stone a decirme que se quiere encamar conmigo la mandaría a la
mierda.
La mujer se alejó mirando
un par de veces hacia atrás cuando ya estaba lejos.
Compró un paquete de cigarrillos y siguió caminando por inercia hasta la
esquina de La Blanqueada. Por el centro de la avenida vio de nuevo el caballo
tirando del carro. Cruzaba Roca sin poder acelerar su marcha pese a los
rebencazos del ciruja. Paró un taxi. En la cabeza tenía apenas el embrión de
una idea.
–Buenas noches. Cuando tengas paso seguime aquel carro, ¿lo ves?
–No cruzo el puente –dijo el tachero, cortante, luego de unos segundos
de silencio.
–Está bien. Si encara la subida, me bajo.
Fastidioso, el tachero se puso en marcha. El carro doblaba por Alcorta.
–Si me meto por donde agarró el tipo y hay un zorro cerca me hace quince
boletas juntas, voy a tener que pasar por abajo del puente –le comentó el
tachero. Al no recibir respuesta hizo las maniobras para cruzar toda esa zona oscura como una
exhalación y casi se la pega contra un 28 estacionado. Cuando desembocó otra vez en Alcorta volvieron a tener el carro a la vista.
–En cuanto encare para la villa, no sigo –advirtió ahora el chofer.
–En cuanto encare para la villa, no sigo –advirtió ahora el chofer.
No contestó nada, sólo asintió con la cabeza.
Continuaron. Pero el tachero estaba impaciente.
–¿Usted quiere seguirlo, o lo alcanzamos? –le preguntó dándose vuelta.
–Seguilo nomás, hasta donde se pueda.
El carro dobló por Iriarte. El tachero no dijo nada. Simplemente
estacionó, prendió la luz del interior y señaló el reloj. Le pagó sin esperar
el vuelto y salió del auto. Ya era de noche y hacía mucho frío. La idea seguía
siendo un esbozo en su cabeza mientras el carro se internaba por una zona de
fogatas, humaredas y basura. Metió las manos en los bolsillos de la campera. Caminando
no iba a poder alcanzar el carro. Comenzó a trotar, luego a correr. Cuando lo tuvo a
unos treinta metros, maldiciéndose por no saber chiflar, agitado, decidió
gritar.
–¡Eh, jefe! El carro seguía a su ritmo. Tomó un respiro mirando alrededor,
el lugar era inhóspito y amenazante. Sintió la necesidad de estar acompañado,
pero no pensó en ninguno de sus viejos amigos ni en sus hijos, sino en César. Ensayó otra
corta carrera, acercándose nuevamente, y volvió a gritar. Cuando notó que el
ciruja se daba vuelta le hizo grandes señas con los brazos. El carro se
detenía. Llegó hasta él caminando, tratando de recuperar aire.
–Buenas noches, el faso… dijo entrecortadamente. El ciruja lo miraba con
la misma dureza que le había visto desde arriba del colectivo.
–Buenas.
–Buenas.
–Le compro el caballo –dijo, y de inmediato pensó que no
había sido la mejor manera de empezar la charla.
El ciruja juntó las sogas que hacían de riendas en una mano, ladeó un
poco el cuerpo y preguntó frunciendo el ceño.
–¿Qué?
–¿Qué?
–Le compro el caballo. Dígame cuánto vale, ponga un precio.
El hombre le hizo un gesto vago de desprecio con la mano y movió las
riendas, reanudando la marcha. A los pocos metros volvió a detenerse y le habló
dándose vuelta.
–¿Y yo mañana con qué laburo?
Desde las sombras surgieron dos hombres jóvenes.
–¿Pasa algo Juan? –le preguntó uno de ellos al tipo del carro.
–Este coso me quiere comprar el caballo –contestó el ciruja señalándolo
con la cabeza.
Después de unos segundos de silencio, los tres comenzaron a reír, cada
vez más fuerte, mientras lo miraban parado en mitad de la calle. La escena duró
hasta que pasó un camión haciendo señales de luces.
–Andá viejo, perdete por donde viniste, haceme el favor –le dijo el ciruja
cuando amainaron las risotadas.
Los muchachos se habían quedado parados a unos metros y lo miraban con
curiosidad. Uno de ellos salió corriendo rumbo al carro, que ya se alejaba otra
vez. Lo vio hablar con el ciruja y al cabo hacerle señas para que se acercara.
Llegó junto a él.
–¿Cuánto paga, Don? –le preguntó el muchacho.
–Que el precio lo ponga él –contestó secamente. No estaba en buena posición para contestar de esa manera, pero no pudo evitarlo.
El ciruja, de pronto asaltado por tres expresiones interrogantes, miró
hacia adelante, pensativo, y después tiró una cifra. Era una cantidad
elevada, pero la plata que traía del hipódromo después de una
muy buena tarde sobraba las pretensiones del aprovechador.
–Hecho –dijo con seguridad. –Mañana al mediodía vengo con un amigo a
buscarlo y le pago, téngalo preparado. ¿De acuerdo?
Los tres hombres se miraron entre sí, aprobando.
–Lo vamos a estar esperando por acá.
II
Osvaldo se refería al
terreno (media hectárea a escasos kilómetros de Buenos Aires) donde había
decidido curarse de los largos años de ciudad, como el campo. Allí trabajaba vendiendo lo que cosechaba en la quinta y
haciendo changas en las casas de fin de semana. Entre los hábitos camperos que
había ido adoptando estaba el churrasquear casi al amanecer. Sirvió los platos,
movió un poco las brasas y se dispuso a compartir el desayuno con su viejo
amigo.
–¿Con toda esa guita en el bolsillo te metiste solo por ahí? Te podían
haber boleteado. Las cosas ya no son como antes, vos lo sabés bien.
–Ya lo creo. ¿Vos te imaginás a tu viejo o al mío haciendo la ciruja y
teniendo los animales en ese estado?
–Claro que no. Pero me refiero a otra cosa.
–Ya sé. ¿Te creés que no lo pensé cuando bajé del tacho y fui por esa
calle? Lo menos que pensaba era que me afanaban todo. Cuando aparecieron esos
dos morochos imaginé que me pegaban un par de puntazos y me dejaban tirado en
un pajonal. Pero ya ves, zafé. Tal vez ciertas cosas no hayan cambiado, a pesar
de todo. El que es derecho, sea doctor, ciruja o un tipo de avería, es derecho.
–No seas ingenuo. Para mí tuviste suerte, nada más.
Osvaldo sacó otra galleta de una gran bolsa de papel, sirvió dos vasitos
de vino, y luego de llenar con agua de bomba la gran pava tiznada que puso en
las brasas para el momento del mate, volvió a sentarse al reparo del alero.
–Cuando ví aparecer al Ruben con el remolque no entendía nada.
–¿Pero te dio mi nota? No pude venir con él, me había olvidado que tenía
que ir al centro. Al final las cosas salieron apuradas. En fin, espero no
haberte complicado.
–Para nada, chambón. ¿Y cómo saliste de ahí esa noche?
–Con el culo en la mano, como había entrado. Caminé un montón de
cuadras. Cuando me crucé con un taxi libre ya estaba muy cerca de casa, llegué
a pata nomás.
Osvaldo se metió en la cocina para lavar platos y vasos mientras le
encargaba que fuera ensillando el mate.
–Qué se yo viejo –dijo reapareciendo al rato. –En tren de hacer algo por
todo ese malestar que tenías…
–Tristeza.
–Está bien, por toda esa tristeza que tenías, hubieras llevado a comer a
esos pibes que viste choreando en la avenida, o les hubieras comprado pilchas.
–La culpa me llevó para otro lado hermano. Para otro lado. Eso también
me entristece.
–Bueno, ahora ya está.
–¿Cómo está el matungo?
–Bien, recuperándose. Ayer lo largué en el potrero de al lado del monte,
que es de gente amiga. Mañana va a venir Don Pedro a ver si le puede curar un
poco los vasos. Él sabe, veremos. Si te parás allá, bien
en la esquina, seguro que lo ves. Igual en cuanto tomemos un par de mates vamos
para el monte, así estás un rato con él.
–No sabés cuánto te agradezco. Ahora me tenés que decir cuánto te debo.
Supongo que hay que darle de morfar, y a ese Don Pedro habrá que pagarle también,
¿no?
–¿Todavía tenés resto? –preguntó riendo Osvaldo. –¿Qué acertaste, la
cadena? No me debés nada, gil. Hay que dejarlo libre por estos cuadros, nada
más. Tiene pasto, tiene agua, tiene refugio en aquel galpón para cuando llueva
o venga el invierno. Don Pedro tiene unas yeguitas en la chacra, quién te dice,
a lo mejor dentro de un tiempo también se puede echar un par de fierros.
Un rato después, caminando rumbo al potrero donde
se veía al caballo pastar tranquilo, Osvaldo le pidió que siguiera solo, él
tenía que pasar por el almacén.
Se fue arrimando despacio, tratando de que el
animal lo viera acercarse. Llegó a su lado y le apoyó una mano sobre las
crines. Sintió otra vez la congoja cerrándole la garganta. Le dio la mitad de
una manzana que traía en el bolsillo y fue a sentarse contra el alambrado,
apoyando la espalda contra un poste. Prendió un cigarrillo y entrecerró los
ojos. El sol ya empezaba a pegar fuerte. Cuando empezó a silbar la melodía del
tango Bajo Belgrano vio al tungo mover las orejas. Sonrió.
Marcelo Fébula
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