Jeremy Mann - The City Tempest
–¡Qué manera de llover!
Ferro no esperó respuestas a su comentario
meteorológico. Colgó el piloto del perchero, clavó el paraguas en un cesto y se
metió en la reunión que había comenzado sin él.
–No sé que haríamos sin las reflexiones de
este hombre –comentó Saldías.
–Ahora en cuanto salga tira otra. Lo que mata
es la humedad, alguna de ese tipo –dijo Galli sin dejar de acomodar carpetas.
–Tiempo loco –se enganchó Fabio el cadete,
tomando un café a la espera de trámites.
–Si comés sandía con vino te morís, no te
laves la cabeza cuando te viene el asunto –aportó Ernesto.
–A mí hace rato que no me viene. Y también
hace rato que no me lavo la cabeza –dijo Saldías perdiéndose por el pasillo.
Eduardo sonrió, medio desganado. No podía
terminar de digerir las dos empanadas que había tragado en tiempo cercano al
récord a manera de almuerzo. Se acercó a los ventanales. En el poco horizonte
que permitían ver las siluetas de los edificios notó una línea muy oscura. Era
el séptimo día de una lluvia sin interrupciones que ahora caía con fuerza y en
línea oblicua, semejando hilos tensos y vibrantes entre el cielo gris y el
piso.
–Qué cosa extraña, ¿no? –Fabio miraba el
cielo parado a su lado. –Esos fogonazos entre las nubes. Dicen que son como
centellas, o algo así, por la tormenta eléctrica. Lo escuché ayer en el
noticiero, dijeron que era un fenómeno raro.
Eduardo miró una vez más el pedacito de
horizonte oscuro y volvió hasta su escritorio. Comenzó a trabajar al tiempo que
un trueno hacía temblar los vidrios.
–Che ¿qué carajo es eso que viene de allá?
–preguntó un rato después Galli, con la mano inmóvil sobre la manija de la
ventana que había querido abrir.
Eduardo se levantó para observar recién
cuando advirtió gestos extraños entre quienes se habían ido arrimando a Galli.
La línea que una hora antes había alcanzado a ver entre los edificios ahora era
un paredón negruzco y compacto que avanzaba sobre la ciudad. Parecía algo vivo,
palpitante, con vivísimos destellos eléctricos.
–Nunca vi nada así –dijo Haydeé, dejando de
revolver el café.
Ernesto se arrimó a mirar –Dale vieja, si vos
estuviste en el big bang.
–Dice mi mamá que estaba mirando un informe
de la tormenta en CNN y de repente cortaron la transmisión. –Informó Fabio
sosteniendo en alto su celular abierto. –Ahora hay unos tipos hablando…
–¿En CNN? –lo interrumpió extrañada Amelia.
Recién salido de la reunión, Ferro atravesó
el salón hablándole al cadete. –Vamos
nene, cortando, después la seguís. Ahora preparate que hay que salir urgente.
Fabio dudó, su madre le seguía hablando por
el celular. –Dice que es una tormenta muy grosa, que pongamos la tele o nos
fijemos en Internet.
–Sí, cómo no, decile que ahora dejamos de
laburar y nos ponemos a mirar la lluvia por la tele. Vení que te explico los
trámites.
–Es impresionante –comentó Galli como en
trance, sin moverse de la ventana.
–Bueno che, ni que nunca hubieran visto una
tormenta –dijo Ernesto esforzándose por dar a entender que aquello no le
parecía nada extraordinario.
–¿No se vendrá uno de ésos desastres como en
las peliculas? –preguntó Gonzalito levantando la cabeza de una pila de
formularios por primera vez en el día.
–¿Cine catástrofe? Infierno en la Torre,
Terremoto –empezó a enumerar Amelia.
–Ah, estrenos –deslizó Galli volviendo a su
escritorio sin dejar de mirar el exterior.
–La que vió Amelia fue terremonto –dijo
Ernesto.
–Yo hace poco enganché una bastante buena en
el cable –intervino Saldías. –Esa de la aceleración de partículas.
–¿De la qué? –preguntó exageradamente Nora
desde su rincón.
–Unos científicos que están por hacer un
experimento peligroso. Siempre tienen un montón de gente quejándose en la
puerta del laboratorio con pancartas, haciendo quilombo, pero los tipos ni
bola. La historia es larga, pero terminan apretando el botón y ahí se les va
todo de las manos. Se produce una explosión y se origina una especie de agujero
negro por donde empieza a desaparecer todo.
–Yo conozco un par de agujeros negros por
donde desaparecen cosas –volvió a meterse Ernesto.
–¿Cuándo será el día que dejes de decir
guarangadas? –lo amonestó Haydeé.
–A mí la que me gustó –retomó el tema
Gonzalito –fue esa de la ola gigante que tapa la mitad de Estados Unidos.
Después queda todo congelado.
–¡Sí, ésa la vi! –celebró Ernesto levantando
una mano, como avisando que esta vez hablaba en serio. –Me cagué de risa en la
parte que los yanquis les perdonan la deuda externa a todos sudamericanos con
tal de poder rajar para el sur. Si algún día pasa eso, al primero que se asome
el balero por México habría que romperle los cuernos de un garrotazo.
La secretaria de presidencia menos amigable
atravesó casi corriendo el salón, sin saludar a nadie y acomodándose la
cartera.
–Parece que hoy nos vamos temprano… –masculló
entre dientes Haydeé.
Eduardo, llenando unas planillas, con el tubo
del teléfono aprisionado entre el hombro y la oreja empezó a marcar un número.
Le daba permanentemente ocupado.
Cerca de las cuatro de la
tarde la tormenta era el tema excluyente. Quienes hablaban por teléfono con
familiares o amigos pedían silencio con señas ampulosas y después comentaban
las novedades a los gritos. Con las voces creciendo al mismo ritmo que la
inquietud y el nerviosismo, el sonido ambiente del salón parecía el de un restaurante
en hora pico. Abstraído, Eduardo seguía intentando comunicarse con alguien y
marcaba el número cada vez con más violencia, insultando entre dientes.
De pronto los invadió una gran claridad.
Todos se fueron quedando callados mirando hacia afuera. El terrorífico paredón
oscuro y centelleante ya estaba llegando a la ciudad, pero increíblemente las
nubes más cercanas habían dejado de tirar agua abriéndole paso al sol. El
repentino silencio que habían hecho les hizo tomar conciencia del ruido exterior,
que los golpeó definitivamente cuando Galli abrió dos ventanas. La calle era un
caos. Gente corriendo, bocinazos, sirenas, hasta algunas explosiones.
Completamente ajeno a todo, Ferro salió de su
escritorio golpeándose las manos.
–¿La podés creer? –preguntó al aire. Y como
solía hacer, se contestó solo.
–Fabio. El señorito llama y avisa que deja
dos trámites sin hacer en la planta baja y se va para la casa, por el asunto de
la tormenta. Ya no vuelve. ¡Ya lo creo que no vuelve! Hoy mismo le mando el
telegrama, pendejo de mierda.
–Callate Ferro –lo cortó con un gesto de fastidio
el jefe de piso apareciendo a sus espaldas. –Tienen Internet desbloqueado en
todas las computadoras. –anunció. –En quince minutos hay reunión de personal.
Varios se miraron, desorientados. –Vengan
–dijo la recepcionista asomándose. Estaba llorando.
Eduardo insistió marcando una vez más
mientras veía a sus compañeros salir atropelladamente del salón. Fue el último
en levantarse.
Los
empleados rodeaban en silencio el televisor de la recepción sintonizado en un
canal de noticias. Las imágenes se sucedían en forma vertiginosa: ciudades
arrasadas por vientos huracanados, edificios cayendo, barcos zozobrando en los
puertos. Los periodistas habían perdido la formalidad, se cruzaban en cámara
con caras de miedo y apenas atinaban a nombrar el origen de lo que iban
mostrando.
–¿Cuándo va a llegar todo ese desastre acá?
–preguntó Haydeé, demudada.
–Recién dijeron que lo peor va a pasar en
Centroamérica –comentó Gonzalito. –Que no va a llegar con tanta fuerza al sur.
Uno de los conductores anunció que llegaban imágenes
sin editar desde Miami. Primero se vio un gigantesco puente en el momento de
derrumbarse y luego vehículos flotando sobre calles céntricas que parecían ríos
embravecidos.
–Parece Génova –dijo Ernesto.
–Venecia, bestia –lo corrigió Saldías.
Por el ascensor salió el gerente general de
la compañía. Había mutado su habitual gesto neutro y protocolar hacia una
expresión desencajada.
–Señores, un minuto por favor. Se cancela la
reunión. Pueden retirarse cuando quieran. Yo en diez minutos salgo con mi auto
para zona norte, todavía tengo lugar para dos personas.
Momentos
después todo era un desorden monumental. Algunos se entrecruzaban subiendo y
bajando escaleras frenéticamente, tratando de organizarse para salir a calle en
grupos aprovechando los escasos vehículos. Otros hablaban por teléfono a los
alaridos, otros miraban páginas de Internet agarrándose la cabeza. El terror y
la desesperación sobrevolaban como una espesa capa de niebla. Eduardo miraba su
pantalla mientras marcaba una y otra vez el mismo número de teléfono. Ernesto,
que deambulaba por los escritorios desorientado, asomó la cabeza por sobre su
hombro.
–Qué página estás… No, no hermano. Vos estás
enfermo –dijo distanciándose.
Pero Eduardo siguió en lo suyo. Recién dejó
de discar cuando le resultaron demasiado cercanos los gritos histéricos de dos
compañeras completamente vencidas por el pánico. Se acercó a una ventana y
observó la calle. Ya era noche cerrada. Distinguió personas que en medio del
agua y el viento furioso destrozaban vidrieras, forzaban aberturas y comenzaban
a saquear negocios. Deslizándose por un costado logró llegar al baño. Estuvo
encerrado hasta que no escuchó más gritos. Al salir se chocó con Saldías.
–¿Qué hacés por acá Edu?
–Eso te pregunto yo.
–Estoy saliendo. Me demoré con Nora. Le
ofrecí que venga a refugiarse de la tormenta en casa, pero me sacó cagando como
siempre. Se fue con el motoquero, que la tira ahí cerca de donde vive. Pucha,
perdí un montón de tiempo.
–Tené cuidado, se está poniendo fulero en la
calle.
–Ya sé, estuve mirando. Salgo con el milico
de seguridad, que va para el mismo lado. Con un bufoso es otra cosa. ¿Querés
venir con nosotros?
–No, te agradezco. Hago un llamado y me voy.
Cuidate ahí afuera.
–Lo mismo digo. Chau,
ojalá nos volvamos a ver.
Saldías lo estrechó en un abrazo al tiempo
que se le velaban los ojos. Después se zambulló por el hueco de las escaleras.
Eduardo
comenzó a discar nuevamente. Lo sorprendió el sonido de llamada tanto como un
estruendo por el lado de la entrada.
–¿Hola? –dijo la voz que esperaba escuchar.
–Hola Paredes.
–¿Mudo? ¿Qué hacés? Me enganchaste de pedo,
estoy camino a las sierras, en cualquier momento se corta la señal. No sabés qué
quilombo es la ruta. Apenas supe la que se venía agarré el auto. Ni sé dónde
vamos a terminar, pero me parece que en esta carrera el que larga chanta va
muerto. ¿Dónde estás?
–En la oficina. Esperame un momento por
favor, no cortes.
Lo rodeaban tres hombres. Seguramente ellos
habían sido los del ruido.
–¿Dónde está la guita? –le preguntó el más
joven adelantándose y blandiendo un palo.
–En el décimo, acá no van a encontrar nada.
–Eso lo vamos a ver –dijo el muchacho con una
sonrisa horrible para después salir a la carrera seguido por sus compañeros.
–Hola.
–Sí, acá estoy.
–Escuchame Paredes, en Internet no pude
averiguar nada. Hoy la primera era muy temprano, ¿llegó a correrse?
–… ¿Eh? ¿Pero vos dónde vivís, adentro de
un termo? ¿No te enteraste de lo que está pasando? ¡Está por desaparecer el
planeta y vos preguntando si se largó la primera!
–Contestame Paredes, no perdamos tiempo.
–Mirá para lo que me llamás, no
tenés vergüenza.
–Paredes…
–¡Sí! ¡Mudo de mierda y la puta que te parió!
¡Sí, se largó y ganó el burro ese que me fichaste ayer, a treinta mangos!
Después se suspendió la reunión. ¿Estás conforme?
–Eso quería saber. Viste, no era tan difícil.
–¿Querés cobrar? Ahora pego la vuelta, voy y
te pago. ¡No me hagas reír, Mudo!
–Te llamé para saber, no me
importa la guita.
–¡Ja!
Vos sí que estás meado por los perros. Justo cuando me enganchás para voltearme se viene el fin del mundo.
–¿Porqué me verdugueás?
–Ta, ta. Disculpame. Pero ésta la contás y no
te la cree nadie. Además te soy sincero, tengo un cagaso bárbaro, recién casi me la pego contra una alcantarilla.
–Chau Paredes. Suerte.
–Lo mismo para vos, Mudo.
Colgó. Fue hasta el despacho de Ferro y abrió
el mueble donde sabía que iba a encontrar whisky y buenos habanos. Volvió hasta
su escritorio y puso a sonar en la computadora el compact de Miles Davis que
solía escuchar cuando se quedaba a hacer horas extras.
Se acercó nuevamente a los
ventanales, que temblaban amenazando romperse como otros de edificios vecinos
que habían cedido ante la fuerza del viento. En la calle volaban cosas entre
remolinos furiosos. Vio pasar una gran marquesina que desapareció en las
alturas luego de voltear dos columnas de alumbrado y arrastrar una maraña de
cables entre chispazos. Allá abajo dos árboles habían caído aplastando un
camión de bomberos que todavía tenía las luces encendidas.
En el salón entró corriendo
un grupo de gente desaforada. Empezaron a dar vuelta los escritorios y a vaciar
el contenido de los cajones en el suelo. Entre ellos reconoció al que un rato
antes lo había amenazado con un palo. Al descubrirlo volvió a acercarse. Estaba
jadeante.
–Entregá el escabio, vieja –dijo agitando una
mano.
Eduardo repuso whisky en el vaso plástico y
le alargó la botella –¿Cómo les fue con la guita? –preguntó.
El muchacho pareció descolocado con la
averiguación.
–La caja fuerte grande hay que abrirla con un
soplete –explicó después de tomar un trago. –Cuando pase la tormenta vamos a
buscar uno.
Eduardo soltó una carcajada.
–¿No digas? Cuando pase la tormenta van a ir
a abrirle la caja fuerte a San Pedro.
–¿Sos vivo? ¿Querés que te rompa la cabeza?
Ignorando la amenaza, con una mezcla de
tristeza y cansancio, Eduardo apartó el palo que le bloqueaba el paso y fue
otra vez hasta la ventana del rincón. El enésimo trueno vino precedido de un
fulgor blanco enceguecedor, y luego de dos parpadeos se cortó la luz. Afuera,
los relámpagos dejaban ver una devastación que se aceleraba a cada minuto.
Desde la computadora, John Coltrane construía uno de sus impresionantes solos.
Marcelo Fébula
Genial Marcelo. Me hiciste reir muchisimo. Te felicito
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