De vuelta en el pueblo, una de las
visitas obligadas era la casa de los Garrido, ésa que mis recuerdos de pibe asociaban únicamente al aburrimiento. La relación entre nuestras familias abarcaba más de un siglo, se inició
cuando dos antepasados plantaron sus chacras en un lugar que ni siquiera tenía
nombre definido. Eran tierras robadas a los indios, regaladas a unos milicos de
campaña y compradas muy barato por unos cuantos vivos entre los cuales se
pudieron colar esos dos secos vaya a saber cómo. Nunca tuve ganas de investigar
esa historia que algunos pintaban como épica.
Y allí estaba otra vez, mirando a los Garrido y los Gómez más chicos
jugar a la pelota en el terreno del fondo mientras las generaciones mayores
parloteaban como loros de cosas que treinta años después seguían sin
interesarme. En la propiedad vecina, separada sólo por un alambrado, también
los miraba jugar un hombre muy encorvado que mateaba en una sillita de paja.
Después de algunas risas y miradas cómplices por las ocurrencias de los chicos me
invitó a cruzar el alambre ofreciéndome un mate. Supongo que los burreros nos
reconocemos enseguida, al rato ya estábamos hablando de caballos, y así seguimos
hasta que vinieron a buscarme para comer los tradicionales fideos del domingo.
Durante la charla me habían llamado la atención unos cuadros de
bicicleta oxidados y varios engranajes, poleas y fierros apilados contra las
chapas de un galpón, entre el pasto crecido. El hombre aquel captó mi curiosidad.
–Ahora está todo
abandonado, pero aunque usted no lo crea, esa bicicleta en sus tiempos superó
los 200 kilómetros por hora –había dicho cuando nos despedimos.
Ya en la mesa, traté de preguntar a los Garrido por el vecino que
tenían, pero me respondían sólo sonriendo o se tocaban la sien girando el
índice. A la hora del café el dueño de casa me tiró algo más concreto.
–Es un viejo
bolacero. Durante mucho tiempo fue compinche del loco ése que vivía en la
entrada del pueblo, uno que siempre andaba con experimentos raros y se hacía llamar
El Profesor. Por eso quedó medio loco también él.
Yo no recordaba
haber visto nunca al vecino, y tampoco sabía de qué loco me hablaba. Pero me
quedé en el molde, sin preguntar más. Al fin y al cabo hacía muchos años que me
había ido del pueblo y sólo volvía de vez en cuando como turista.
Planeaba quedarme pocos días, pero
tenía ganas de volver a hablar con aquel burrero que me había impresionado como
un gran charlista, no tan viejo como aparentaba. Y me las arreglé para volver a
visitarlo.
Sentado en la misma sillita, el tipo me habló como si hubiéramos
interrumpido la conversación dos minutos antes.
–Esa bicicleta
fue uno de los grandes inventos del Profesor. Le faltó desarrollo. El mecanismo
era muy complejo, los repuestos se rompían seguido, en fin. Pero llegamos a
probarla en la ruta, fue algo impresionante.
Decidí avanzar
con cautela.
–Ah, sí. Creo que
algo me han contado de ese señor. Vivía por la ruta, ¿no?
–Seguramente le
habrán dicho que estaba loco. La gente no tomaba en serio al Profesor. Muchos
prejuicios, mucha envidia, mucha ignorancia. Pero era un genio.
Don Correa –así
dijo llamarse– cebó otro amargo y siguió.
–Yo tuve el honor
de ser su asistente. El día que citamos gente para mostrar la bicicleta,
calculo haber llegado a los 60 kilómetros por hora, más o menos. Cuando estaba
tomando una velocidad importante saltaron engranajes para todos lados y me
enterré de cabeza en una zanja. Se nos rieron en la cara, pero a las dos
semanas estábamos de nuevo en el camino con la máquina hecha a nuevo. Fue un
éxito, pero claro, ese día no había venido nadie. Después de otras roturas el
Profesor ya no quiso volver a armarla, para entonces estaba muy concentrado en
la genética.
–¿Era ingeniero, algo
así?
–Tenía conocimientos
que abarcaban muchas ciencias. Uno de los tantos que se burlaban de él era el
director de la escuela. Pregunte por ahí, varias personas deben recordar el
mano a mano que tuvieron en el club.
–¿Qué pasó? –le
pregunté notando que sonreía, socarrón.
–El Profesor
desafió al director para hacer cálculos de tres o cuatro cifras, él pensando y
el otro con una calculadora. No le quedaron ganas de cargarlo más. De todas
formas nunca dejaron de mirarlo con sorna. Pero era un hombre que estaba más
allá de todas las estupideces de la gente.
Don Correa volvió
ponerse serio. Parecía asumir casi con solemnidad el papel de un cruzado en
defensa de una persona por quien sentía mucha admiración y a quien, por lo
visto, todo el pueblo había tomado para la joda.
–¿Y en cuanto a la genética, qué estudiaba?
Se quedó pensando un buen rato. Después me miró de frente. Sólo en ese
momento noté que tenía bastante estrabismo.
–Usted no me
parece una persona malintencionada, así que le voy a contar. Tenía una teoría
para aplicar en el pedigree de los caballos de carrera.
–Tema interesante
si los hay.
–Sí, pero
cuidado. No era una teoría más para el cruzamiento de sangres, esto era otra
cosa. El Profesor sostenía que otro camino para llegar a al supercaballo estaba
en el armado directo. Es decir, no confiar a la naturaleza la transmisión de
determinadas características, meter mano directamente.
–Disculpe, no
entiendo.
–La resistencia
de un animal, la velocidad de otro, el temperamento de otro, y así. Lo que se
busca con las cruzas, pero en este caso experimentando con tejidos.
Por un momento
creí que me estaba haciendo entrar en uno de esos chistes largos que los
paisanos tienen la paciencia de armar hasta que el gil cae. Pero este tipo no tenía
ni la apariencia ni la forma de hablar de los paisanos. También recordé a Garrido
y evalué la posibilidad de estar charlando con un colifato de apariencia normal.
–¿Tejido vivo?
¿Qué hacía, descuartizaba animales y después los pegaba con engrudo?
Don Correa sonrió. Evidentemente perdonaba lo que había
escuchado.
–No se me ponga
ansioso, amigo. El Profesor se refería a tejidos de animales muertos que
tuvieran determinado nivel de conservación, de ser posible con poco tiempo
desde el rigor mortis.
–Una especie de
Frankenstein caballar.
–Si usted lo
quiere decir de esa forma, básicamente ésa era la idea. Pero no caiga en el
facilismo de imaginar un caballo cosido por todas partes y moviéndose como un robot
apenas recibe una descarga eléctrica, eso es de las películas. La teoría
planteaba inyectar células en un animal vivo.
Devolví el mate y
me quedé mirando el piso. No sabía qué preguntar.
–Suena descabellado,
claro. También a mí me sonó así en su momento. Pero el Profesor ya había hecho
unas primeras experiencias elementales con cuises, muy alentadoras, y no tenía
dudas. Estaba ansioso por empezar a desarrollar su teoría en los caballos.
–¿Qué hacían los
cuises?
–Según me contó,
porque yo en esa época no lo conocía, habían desarrollado un nivel de
inteligencia muy superior a la media normal. En fin, no le costó mucho
convencerme para que lo ayudara. Mire, le soy sincero. Yo siempre fui jugador,
apenas me habló del asunto me imaginé que podía hacer un destrozo en las pencas.
Pero fue un trabajo muy arduo, como para desalentar al más entusiasta.
A esta altura de
la charla ya me había ganado la curiosidad por sobre todo.
–¿En qué
consistía el trabajo?
–Tratando de
detectar buenos cuadreros fallecidos recientemente recorrimos miles de
kilómetros, hablamos con infinidad de personas. Pudimos tomar la primera
muestra recién al mes, en un lugar cerca de Olavarría. Nos dieron referencias
de un caballo muy ligero que le había hecho ganar una parva de plata al dueño.
El hombre lo había enterrado en un rincón del campo donde tenía la casa.
–¿Y el tipo dejó
que ustedes se pusieran a cavar ahí?
–Costó
convencerlo. Pero nos fuimos con la muestra. Fue una excepción, la mayoría de
la gente que contactábamos nos sacaba corriendo o nos soltaba los perros. Unos
extremistas llegaron a tirarnos un par de escopetazos. De lejos, como para
asustar.
–Pero siguieron.
–Por supuesto. Cercanías
de canchas cuadreras, haras, donde hubiera posibilidades de obtener muestras,
ahí estábamos. Al tiempo teníamos, según el profesor, lo básico para empezar.
–¿Y a qué pobre
bicho agarraron para el experimento?
–Se dio algo
fortuito. Como destinábamos todo a los viajes, no teníamos un peso para comprar
nada. ¿Conoce a los Irureta?
–Me suenan…
Tamberos creo.
–Los mismos. Suelen
criar buenos ligeros. Una tarde con lluvia me llego hasta el campo que tienen
para ver si había alguna posibilidad de sacarles uno a pagar. Fui directamente
para uno de los galpones tratando de protegerme del chaparrón. Entro y, bueno,
me lo veo al hijo mayor del Vasco, el único soltero, en una situación, digamos…
Una situación comprometida. Siempre fue un muchacho medio timidón.
–Bueno, es algo
normal.
–No se crea.
Estaba con una de las yeguas, haciendo equilibrio en un banco, en fin…
–Ah, eso ya es
otra cosa.
–Casi en el mismo
momento apareció el padre. Se lo resumo, no es que lo haya querido extorsionar,
pero no me costó nada llevarme un caballito barato y en cuotas.
–Entiendo.
–Ahí el Profesor
comenzó el tratamiento. Dijo que teníamos bien cubiertas las partes de
fortaleza ósea y resistencia. Faltaba un poco de velocidad. Él se quedó con el
caballo y yo salí a buscar lo que faltaba. Encontré algo en el frigorífico
clandestino de unos tipos muy pesados, recibían animales sacrificados por
lesiones insalvables.
Don Correa fue a
llenar el termo. Yo seguía dudando entre las dos posibilidades: o me estaba
cargando o le faltaban un par de tornillos. Pero apenas apareció de nuevo seguí
en la conversación, como si habláramos de algo normal.
–Ya tenían todo
lo necesario.
–El Profesor
decía que la cosa iba muy bien, que apenas hacía falta un último toque de inteligencia,
apuntando a eso que había logrado con los cuises.
–¿Pero el caballo
cómo estaba, había cambiado en algo?
–Aparentemente
era el mismo matungo que le había sacado al Vasco. Le digo más, cuando me lo
llevé, recuerdo que uno de los empleados me dijo bajito “si hacés correr a éste
me hago monja”. Hasta ese momento yo no le notaba ningún cambio. Pero como
confiaba ciegamente en el Profesor, otra vez salí a tratar de conseguir lo que
me pedía.
–Ahora tenía que
averiguar sobre caballos inteligentes.
Don Correa volvió
a sonreír, casi sin ganas.
–No. La
inteligencia que buscaba inyectarle era humana. Le voy a ahorrar detalles escabrosos
y de mal gusto. Fue la peor parte del trabajo. Pero al tiempo habíamos
terminado la primera etapa del proyecto. Sólo quedaba esperar los primeros resultados,
que según el Profesor comenzarían a hacerse evidentes en dos o tres semanas. Y
así fue.
–¿Qué pasó?
–Mire, el primer
cambio que noté no dejaba dudas. Fue emocionante. Un día llevé al caballo hasta el
callejón que está ahí cerca del brazo del Salado, ¿ubica?, y le pedí a un jockey
conocido que me hiciera la gauchada de venir a darle una partida. Cuando lo
relojeé, no lo podía creer. Al paisano lo quise pasar, pero era muy vivo, me
pidió plata para que no se corriera ningún rumor y pudiéramos pelar a medio
mundo el día que lo presentáramos. Al final lo arreglé prometiéndole la monta.
–¿Al Profesor
también le gustaba jugar?
–No. Para él lo
más importante era probar su teoría, y si para eso había que meterse en el
ambiente de las carreras, se metía.
–Pero además de
ese apronte, ¿el animal fue teniendo otros cambios?
–Sí, en cosas de
todos los días. Cómo se paraba
para que le pusiéramos la montura, cómo esperaba la comida, cómo sabía los
horarios de todo. Y la mirada. Eso no se lo puedo explicar con palabras. Tenía
una mirada muy extraña, por momentos me daba miedo. Pero le repito, lo que más
me impresionaba era cómo corría. Al tiempo le hicimos otra partida y ya no hubo
lugar a dudas, había que anotarlo cuanto antes. Lo inscribimos en la primera
reunión grande que vimos disponible. Y a partir de ahí se empezaron a complicar
las cosas.
Don Correa se quedó un rato con la mirada perdida. Una mueca le
deformaba la cara al intentar mordisquearse los labios. Después de un rato
volvió a hablar.
–Un día invitamos
al jockey a un asadito. Estábamos los tres tomando un vermú al costado de la
casa, abajo de los paraísos. De repente voy a la parrilla para dar vuelta un
pedazo de vacío y lo veo al matungo meta darle a los chorizos.
–¿Eh?
–Sí. El caballo
estaba comiendo de la parrilla. Ni bien se fue el paisanito se lo conté al
Profesor. Dijo que me quedara tranquilo, que no había que alarmarse demasiado.
Bueno, habrán pasado un par de días de esto, cuando una mañana me despiertan
unos bocinazos. Era Irureta con la chata. Me cuenta que la noche anterior
habían descubierto al caballo en el galpón grande haciendo un desparramo entre
las yeguas. Había servido por lo menos a dos. Lo quisieron agarrar pero no
pudieron.
–Se habrá puesto
celoso el hijo.
–Al Vasco yo lo
había metido en el negocio porque veníamos un poco atrasados con las cuotas, no
me quedó otro remedio. Por eso no le importaba mucho qué hiciera el caballo con
las yeguas, lo preocupaba el estado que tenía cuando faltaba una semana para la
carrera. No recuerdo cómo me lo saqué de encima sin que lo viera, porque algo
me maliciaba. Cuando llego al box que le habíamos armado, veo que está
durmiendo echado, de costado, con la boca abierta, roncando. Desparramados
alrededor había varios cartones vacíos de vino en caja. Volé para la cocina,
donde teníamos las provisiones. No quedaba ningún cartón, se los había robado
él.
–Flor de fiestero
les salió. ¿No fumaba?
–Quisimos
despertarlo, pero no hubo caso. Le pegué dos o tres rebencazos y ahí se paró.
Menos mal que me funcionaron los reflejos, además de la desconfianza por esa mirada
extraña que tenía. Me tiró una patada asesina, la esquivé de milagro. Partió
dos tablones. Cuando nos vio a varios metros, se tiró a dormir de nuevo.
–Y a todo esto,
¿el Profesor qué decía?
–Y… ya estaba
preocupado. No descansaba, revisaba papeles, hacía cálculos. Además se estaba
quedando sin plata. Nunca pregunté, creo que recibía unos giros del exterior y
de pronto se cortaron, porque dejó de ir al banco del pueblo y empezamos a
galguear. Yo apenas vi que el caballo estaba normal lo llevé al callejón del
Salado otra vez, y confirmé que seguía hecho un balazo. Rogué que no hiciera
cosas raras hasta el domingo de la reunión.
–Al final corrió.
–Sí. Fue un
desastre.
Don Correa
suspiró.
–¿Perdió por
mucho?
–No. Desde la resaca
hasta la carrera se había portado bien, y en la cancha todo normal, ningún
problema. Cuando le llegó el turno nos quedamos en la tribunita con el Profesor
y el Vasco mientras el jockey se lo llevaba tranquilo para el fondo, a los 500.
Era un baile muy bravo, corría contra dos de los mejores ligeros de la zona.
Bueno, le abrevio. Largan, los madruga en el pique y sale al frente. No le
exagero, faltando 50 metros para la raya, donde estábamos parados nosotros,
traería como cinco, seis cuerpos de ventaja.
–¿Y?
–Fue algo
rarísimo. El jockey venía en postura, ya festejando. Casi en la línea el caballo
se abre un poco, pega un corcovo y se lo saca limpito de la montura. Aterrizó
despatarrado entre la gente, como a cinco metros de donde estábamos. El matungo
cruzó primero, pero claro, sin jockey.
–Me imagino el
quilombo.
–Después,
con esa mirada extraña que ya le mencioné, se vino por la cancha hasta el lugar
donde estábamos y se tiró tres o cuatro pedos impresionantes. Los gauchos hacían
cola para reírse.
–Increíble.
–El jockey, tenía
roto hasta el caracú, todavía debe estar enyesado. Con el Profesor hicimos
cuentas y teníamos que estar varios meses hombreando tarros en lo de Irureta
para pagarle las cuotas que faltaban.
–¿Y el caballo?
–Después de aquel
día estuvo con nosotros en lo del Vasco. Como si nada, normal. Una mañana lo montó
un peón, salió para el camino vecinal y cuando volvió dijo que corría como un
demonio, que no podía perder en la próxima aunque arriba le pusieran una bolsa
de papas. Ahí aproveché y llegué a un arreglo con Irureta. Le devolvíamos el caballo
y quedábamos a mano.
–¿Pero el
profesor aceptó? Era su experimento.
–Mire, entre que
según él la experiencia había sido positiva, y que no le gustaba nada
levantarse a laburar a la madrugada, enseguida aceptó.
–¿Después de eso
supieron algo?
–Sí. Me llegaron
varias versiones de lo bien que andaba, de la fija que se iban a correr por el
lado de Tandil, pero no quise saber nada. Soñaba con la mirada de ese animal,
sospechaba que algo malo iba a volver a pasar. Y al tiempo me enteré que los
hizo enterrar, ni movió las patas. A los tres días de esa carrera, cuando
estaba de nuevo en lo del Vasco, desapareció. Nunca más lo vieron.
Don Correa fue
para la cocina. Me levanté a mirar de cerca los cuadros de bicicleta oxidados.
El viejo reapareció ensillando el mate, pero a mí ya se me estaba haciendo muy
tarde. Apenas tenía una pregunta más.
–¿Y qué fue de la
vida del profesor?
–Anduvo metido en
otros proyectos, siempre conmigo de asistente. La casa no era de él, se la
habían prestado, y un día le avisaron que tenía que irse porque la vendían. Ahí
nos separamos. Yo conseguí trabajo con un cuñado y él se fue para Córdoba,
donde tenía gente conocida. Durante algún tiempo llegaron cartas a casa de mi
hermana. Ahora hace rato que no escribe.
Mientras el micro sale del pueblo
rumbo a Buenos Aires, pienso en el viejo Correa y sus historias. Tal vez son
ciertas, tal vez el Garrido grande no le erró por mucho cuando me dijo que era
un bolacero. Me persigue la imagen del perro que casi no se le movía de al lado
mientras mateábamos. Pinta de cimarrón, ojos rasgados. Se lamía una mano a cada
momento y después se la restregaba contra la cara.
Marcelo Fébula
Diciembre de 2008
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