sábado, 6 de diciembre de 2014

Un Frankenstein criollo





            De vuelta en el pueblo, una de las visitas obligadas era la casa de los Garrido, ésa que mis recuerdos de pibe asociaban únicamente al aburrimiento. La relación entre nuestras familias abarcaba más de un siglo, se inició cuando dos antepasados plantaron sus chacras en un lugar que ni siquiera tenía nombre definido. Eran tierras robadas a los indios, regaladas a unos milicos de campaña y compradas muy barato por unos cuantos vivos entre los cuales se pudieron colar esos dos secos vaya a saber cómo. Nunca tuve ganas de investigar esa historia que algunos pintaban como épica.
Y allí estaba otra vez, mirando a los Garrido y los Gómez más chicos jugar a la pelota en el terreno del fondo mientras las generaciones mayores parloteaban como loros de cosas que treinta años después seguían sin interesarme. En la propiedad vecina, separada sólo por un alambrado, también los miraba jugar un hombre muy encorvado que mateaba en una sillita de paja. Después de algunas risas y miradas cómplices por las ocurrencias de los chicos me invitó a cruzar el alambre ofreciéndome un mate. Supongo que los burreros nos reconocemos enseguida, al rato ya estábamos hablando de caballos, y así seguimos hasta que vinieron a buscarme para comer los tradicionales fideos del domingo.

Durante la charla me habían llamado la atención unos cuadros de bicicleta oxidados y varios engranajes, poleas y fierros apilados contra las chapas de un galpón, entre el pasto crecido. El hombre aquel captó mi curiosidad.
–Ahora está todo abandonado, pero aunque usted no lo crea, esa bicicleta en sus tiempos superó los 200 kilómetros por hora –había dicho cuando nos despedimos.
Ya en la mesa, traté de preguntar a los Garrido por el vecino que tenían, pero me respondían sólo sonriendo o se tocaban la sien girando el índice. A la hora del café el dueño de casa me tiró algo más concreto.
–Es un viejo bolacero. Durante mucho tiempo fue compinche del loco ése que vivía en la entrada del pueblo, uno que siempre andaba con experimentos raros y se hacía llamar El Profesor. Por eso quedó medio loco también él.
Yo no recordaba haber visto nunca al vecino, y tampoco sabía de qué loco me hablaba. Pero me quedé en el molde, sin preguntar más. Al fin y al cabo hacía muchos años que me había ido del pueblo y sólo volvía de vez en cuando como turista.

            Planeaba quedarme pocos días, pero tenía ganas de volver a hablar con aquel burrero que me había impresionado como un gran charlista, no tan viejo como aparentaba. Y me las arreglé para volver a visitarlo.
Sentado en la misma sillita, el tipo me habló como si hubiéramos interrumpido la conversación dos minutos antes.
–Esa bicicleta fue uno de los grandes inventos del Profesor. Le faltó desarrollo. El mecanismo era muy complejo, los repuestos se rompían seguido, en fin. Pero llegamos a probarla en la ruta, fue algo impresionante.
Decidí avanzar con cautela.
–Ah, sí. Creo que algo me han contado de ese señor. Vivía por la ruta, ¿no?
–Seguramente le habrán dicho que estaba loco. La gente no tomaba en serio al Profesor. Muchos prejuicios, mucha envidia, mucha ignorancia. Pero era un genio.
Don Correa –así dijo llamarse cebó otro amargo y siguió.
–Yo tuve el honor de ser su asistente. El día que citamos gente para mostrar la bicicleta, calculo haber llegado a los 60 kilómetros por hora, más o menos. Cuando estaba tomando una velocidad importante saltaron engranajes para todos lados y me enterré de cabeza en una zanja. Se nos rieron en la cara, pero a las dos semanas estábamos de nuevo en el camino con la máquina hecha a nuevo. Fue un éxito, pero claro, ese día no había venido nadie. Después de otras roturas el Profesor ya no quiso volver a armarla, para entonces estaba muy concentrado en la genética.
–¿Era ingeniero, algo así?
–Tenía conocimientos que abarcaban muchas ciencias. Uno de los tantos que se burlaban de él era el director de la escuela. Pregunte por ahí, varias personas deben recordar el mano a mano que tuvieron en el club.
–¿Qué pasó? –le pregunté notando que sonreía, socarrón.
–El Profesor desafió al director para hacer cálculos de tres o cuatro cifras, él pensando y el otro con una calculadora. No le quedaron ganas de cargarlo más. De todas formas nunca dejaron de mirarlo con sorna. Pero era un hombre que estaba más allá de todas las estupideces de la gente.
Don Correa volvió ponerse serio. Parecía asumir casi con solemnidad el papel de un cruzado en defensa de una persona por quien sentía mucha admiración y a quien, por lo visto, todo el pueblo había tomado para la joda.
¿Y en cuanto a la genética, qué estudiaba?
Se quedó pensando un buen rato. Después me miró de frente. Sólo en ese momento noté que tenía bastante estrabismo.
–Usted no me parece una persona malintencionada, así que le voy a contar. Tenía una teoría para aplicar en el pedigree de los caballos de carrera.
–Tema interesante si los hay.
–Sí, pero cuidado. No era una teoría más para el cruzamiento de sangres, esto era otra cosa. El Profesor sostenía que otro camino para llegar a al supercaballo estaba en el armado directo. Es decir, no confiar a la naturaleza la transmisión de determinadas características, meter mano directamente.
–Disculpe, no entiendo.
–La resistencia de un animal, la velocidad de otro, el temperamento de otro, y así. Lo que se busca con las cruzas, pero en este caso experimentando con tejidos.
Por un momento creí que me estaba haciendo entrar en uno de esos chistes largos que los paisanos tienen la paciencia de armar hasta que el gil cae. Pero este tipo no tenía ni la apariencia ni la forma de hablar de los paisanos. También recordé a Garrido y evalué la posibilidad de estar charlando con un colifato de apariencia normal.
–¿Tejido vivo? ¿Qué hacía, descuartizaba animales y después los pegaba con engrudo?
Don Correa sonrió. Evidentemente perdonaba lo que había escuchado.
–No se me ponga ansioso, amigo. El Profesor se refería a tejidos de animales muertos que tuvieran determinado nivel de conservación, de ser posible con poco tiempo desde el rigor mortis.
–Una especie de Frankenstein caballar.
–Si usted lo quiere decir de esa forma, básicamente ésa era la idea. Pero no caiga en el facilismo de imaginar un caballo cosido por todas partes y moviéndose como un robot apenas recibe una descarga eléctrica, eso es de las películas. La teoría planteaba inyectar células en un animal vivo.
Devolví el mate y me quedé mirando el piso. No sabía qué preguntar.
–Suena descabellado, claro. También a mí me sonó así en su momento. Pero el Profesor ya había hecho unas primeras experiencias elementales con cuises, muy alentadoras, y no tenía dudas. Estaba ansioso por empezar a desarrollar su teoría en los caballos.
–¿Qué hacían los cuises?
–Según me contó, porque yo en esa época no lo conocía, habían desarrollado un nivel de inteligencia muy superior a la media normal. En fin, no le costó mucho convencerme para que lo ayudara. Mire, le soy sincero. Yo siempre fui jugador, apenas me habló del asunto me imaginé que podía hacer un destrozo en las pencas. Pero fue un trabajo muy arduo, como para desalentar al más entusiasta.
A esta altura de la charla ya me había ganado la curiosidad por sobre todo.
–¿En qué consistía el trabajo?
–Tratando de detectar buenos cuadreros fallecidos recientemente recorrimos miles de kilómetros, hablamos con infinidad de personas. Pudimos tomar la primera muestra recién al mes, en un lugar cerca de Olavarría. Nos dieron referencias de un caballo muy ligero que le había hecho ganar una parva de plata al dueño. El hombre lo había enterrado en un rincón del campo donde tenía la casa.
–¿Y el tipo dejó que ustedes se pusieran a cavar ahí?
–Costó convencerlo. Pero nos fuimos con la muestra. Fue una excepción, la mayoría de la gente que contactábamos nos sacaba corriendo o nos soltaba los perros. Unos extremistas llegaron a tirarnos un par de escopetazos. De lejos, como para asustar.
–Pero siguieron.
–Por supuesto. Cercanías de canchas cuadreras, haras, donde hubiera posibilidades de obtener muestras, ahí estábamos. Al tiempo teníamos, según el profesor, lo básico para empezar.
–¿Y a qué pobre bicho agarraron para el experimento?
–Se dio algo fortuito. Como destinábamos todo a los viajes, no teníamos un peso para comprar nada. ¿Conoce a los Irureta?
–Me suenan… Tamberos creo.
–Los mismos. Suelen criar buenos ligeros. Una tarde con lluvia me llego hasta el campo que tienen para ver si había alguna posibilidad de sacarles uno a pagar. Fui directamente para uno de los galpones tratando de protegerme del chaparrón. Entro y, bueno, me lo veo al hijo mayor del Vasco, el único soltero, en una situación, digamos… Una situación comprometida. Siempre fue un muchacho medio timidón.
–Bueno, es algo normal.
–No se crea. Estaba con una de las yeguas, haciendo equilibrio en un banco, en fin…
–Ah, eso ya es otra cosa.
–Casi en el mismo momento apareció el padre. Se lo resumo, no es que lo haya querido extorsionar, pero no me costó nada llevarme un caballito barato y en cuotas.
–Entiendo.
–Ahí el Profesor comenzó el tratamiento. Dijo que teníamos bien cubiertas las partes de fortaleza ósea y resistencia. Faltaba un poco de velocidad. Él se quedó con el caballo y yo salí a buscar lo que faltaba. Encontré algo en el frigorífico clandestino de unos tipos muy pesados, recibían animales sacrificados por lesiones insalvables.
Don Correa fue a llenar el termo. Yo seguía dudando entre las dos posibilidades: o me estaba cargando o le faltaban un par de tornillos. Pero apenas apareció de nuevo seguí en la conversación, como si habláramos de algo normal.
–Ya tenían todo lo necesario.
–El Profesor decía que la cosa iba muy bien, que apenas hacía falta un último toque de inteligencia, apuntando a eso que había logrado con los cuises.
–¿Pero el caballo cómo estaba, había cambiado en algo?
–Aparentemente era el mismo matungo que le había sacado al Vasco. Le digo más, cuando me lo llevé, recuerdo que uno de los empleados me dijo bajito “si hacés correr a éste me hago monja”. Hasta ese momento yo no le notaba ningún cambio. Pero como confiaba ciegamente en el Profesor, otra vez salí a tratar de conseguir lo que me pedía.
–Ahora tenía que averiguar sobre caballos inteligentes.
Don Correa volvió a sonreír, casi sin ganas.
–No. La inteligencia que buscaba inyectarle era humana. Le voy a ahorrar detalles escabrosos y de mal gusto. Fue la peor parte del trabajo. Pero al tiempo habíamos terminado la primera etapa del proyecto. Sólo quedaba esperar los primeros resultados, que según el Profesor comenzarían a hacerse evidentes en dos o tres semanas. Y así fue.
–¿Qué pasó?
–Mire, el primer cambio que noté no dejaba dudas. Fue emocionante. Un día llevé al caballo hasta el callejón que está ahí cerca del brazo del Salado, ¿ubica?, y le pedí a un jockey conocido que me hiciera la gauchada de venir a darle una partida. Cuando lo relojeé, no lo podía creer. Al paisano lo quise pasar, pero era muy vivo, me pidió plata para que no se corriera ningún rumor y pudiéramos pelar a medio mundo el día que lo presentáramos. Al final lo arreglé prometiéndole la monta.
–¿Al Profesor también le gustaba jugar?
–No. Para él lo más importante era probar su teoría, y si para eso había que meterse en el ambiente de las carreras, se metía.
–Pero además de ese apronte, ¿el animal fue teniendo otros cambios?
–Sí, en cosas de todos los días. Cómo se paraba para que le pusiéramos la montura, cómo esperaba la comida, cómo sabía los horarios de todo. Y la mirada. Eso no se lo puedo explicar con palabras. Tenía una mirada muy extraña, por momentos me daba miedo. Pero le repito, lo que más me impresionaba era cómo corría. Al tiempo le hicimos otra partida y ya no hubo lugar a dudas, había que anotarlo cuanto antes. Lo inscribimos en la primera reunión grande que vimos disponible. Y a partir de ahí se empezaron a complicar las cosas.
Don Correa se quedó un rato con la mirada perdida. Una mueca le deformaba la cara al intentar mordisquearse los labios. Después de un rato volvió a hablar.
–Un día invitamos al jockey a un asadito. Estábamos los tres tomando un vermú al costado de la casa, abajo de los paraísos. De repente voy a la parrilla para dar vuelta un pedazo de vacío y lo veo al matungo meta darle a los chorizos.
–¿Eh?
–Sí. El caballo estaba comiendo de la parrilla. Ni bien se fue el paisanito se lo conté al Profesor. Dijo que me quedara tranquilo, que no había que alarmarse demasiado. Bueno, habrán pasado un par de días de esto, cuando una mañana me despiertan unos bocinazos. Era Irureta con la chata. Me cuenta que la noche anterior habían descubierto al caballo en el galpón grande haciendo un desparramo entre las yeguas. Había servido por lo menos a dos. Lo quisieron agarrar pero no pudieron.
–Se habrá puesto celoso el hijo.
–Al Vasco yo lo había metido en el negocio porque veníamos un poco atrasados con las cuotas, no me quedó otro remedio. Por eso no le importaba mucho qué hiciera el caballo con las yeguas, lo preocupaba el estado que tenía cuando faltaba una semana para la carrera. No recuerdo cómo me lo saqué de encima sin que lo viera, porque algo me maliciaba. Cuando llego al box que le habíamos armado, veo que está durmiendo echado, de costado, con la boca abierta, roncando. Desparramados alrededor había varios cartones vacíos de vino en caja. Volé para la cocina, donde teníamos las provisiones. No quedaba ningún cartón, se los había robado él.
–Flor de fiestero les salió. ¿No fumaba?
–Quisimos despertarlo, pero no hubo caso. Le pegué dos o tres rebencazos y ahí se paró. Menos mal que me funcionaron los reflejos, además de la desconfianza por esa mirada extraña que tenía. Me tiró una patada asesina, la esquivé de milagro. Partió dos tablones. Cuando nos vio a varios metros, se tiró a dormir de nuevo.
–Y a todo esto, ¿el Profesor qué decía?
–Y… ya estaba preocupado. No descansaba, revisaba papeles, hacía cálculos. Además se estaba quedando sin plata. Nunca pregunté, creo que recibía unos giros del exterior y de pronto se cortaron, porque dejó de ir al banco del pueblo y empezamos a galguear. Yo apenas vi que el caballo estaba normal lo llevé al callejón del Salado otra vez, y confirmé que seguía hecho un balazo. Rogué que no hiciera cosas raras hasta el domingo de la reunión.
–Al final corrió.
–Sí. Fue un desastre.
Don Correa suspiró.
–¿Perdió por mucho?
–No. Desde la resaca hasta la carrera se había portado bien, y en la cancha todo normal, ningún problema. Cuando le llegó el turno nos quedamos en la tribunita con el Profesor y el Vasco mientras el jockey se lo llevaba tranquilo para el fondo, a los 500. Era un baile muy bravo, corría contra dos de los mejores ligeros de la zona. Bueno, le abrevio. Largan, los madruga en el pique y sale al frente. No le exagero, faltando 50 metros para la raya, donde estábamos parados nosotros, traería como cinco, seis cuerpos de ventaja.
–¿Y?
–Fue algo rarísimo. El jockey venía en postura, ya festejando. Casi en la línea el caballo se abre un poco, pega un corcovo y se lo saca limpito de la montura. Aterrizó despatarrado entre la gente, como a cinco metros de donde estábamos. El matungo cruzó primero, pero claro, sin jockey.
–Me imagino el quilombo.
–Después, con esa mirada extraña que ya le mencioné, se vino por la cancha hasta el lugar donde estábamos y se tiró tres o cuatro pedos impresionantes. Los gauchos hacían cola para reírse.
–Increíble.
–El jockey, tenía roto hasta el caracú, todavía debe estar enyesado. Con el Profesor hicimos cuentas y teníamos que estar varios meses hombreando tarros en lo de Irureta para pagarle las cuotas que faltaban.
¿Y el caballo?
–Después de aquel día estuvo con nosotros en lo del Vasco. Como si nada, normal. Una mañana lo montó un peón, salió para el camino vecinal y cuando volvió dijo que corría como un demonio, que no podía perder en la próxima aunque arriba le pusieran una bolsa de papas. Ahí aproveché y llegué a un arreglo con Irureta. Le devolvíamos el caballo y quedábamos a mano.
–¿Pero el profesor aceptó? Era su experimento.
–Mire, entre que según él la experiencia había sido positiva, y que no le gustaba nada levantarse a laburar a la madrugada, enseguida aceptó.
–¿Después de eso supieron algo?
–Sí. Me llegaron varias versiones de lo bien que andaba, de la fija que se iban a correr por el lado de Tandil, pero no quise saber nada. Soñaba con la mirada de ese animal, sospechaba que algo malo iba a volver a pasar. Y al tiempo me enteré que los hizo enterrar, ni movió las patas. A los tres días de esa carrera, cuando estaba de nuevo en lo del Vasco, desapareció. Nunca más lo vieron.
Don Correa fue para la cocina. Me levanté a mirar de cerca los cuadros de bicicleta oxidados. El viejo reapareció ensillando el mate, pero a mí ya se me estaba haciendo muy tarde. Apenas tenía una pregunta más.
–¿Y qué fue de la vida del profesor?
–Anduvo metido en otros proyectos, siempre conmigo de asistente. La casa no era de él, se la habían prestado, y un día le avisaron que tenía que irse porque la vendían. Ahí nos separamos. Yo conseguí trabajo con un cuñado y él se fue para Córdoba, donde tenía gente conocida. Durante algún tiempo llegaron cartas a casa de mi hermana. Ahora hace rato que no escribe.


            Mientras el micro sale del pueblo rumbo a Buenos Aires, pienso en el viejo Correa y sus historias. Tal vez son ciertas, tal vez el Garrido grande no le erró por mucho cuando me dijo que era un bolacero. Me persigue la imagen del perro que casi no se le movía de al lado mientras mateábamos. Pinta de cimarrón, ojos rasgados. Se lamía una mano a cada momento y después se la restregaba contra la cara.


Marcelo Fébula
Diciembre de 2008

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