lunes, 4 de mayo de 2015

Plumas burreras. Malaya, triste destino




     ¿Qué pasa con los caballos que ven interrumpida su campaña en las pistas por alguna lesión, con aquellos que no sirven para padrillos o yeguas madres, con los que nacen sangre pura y ni llegan a correr por problemas de salud, o con los que proyectan no agarrar una chapa en su vida ni corriendo en perdidos andariveles del interior? Tratar de encontrar respuestas a estos interrogantes es una dura tarea para alguien que teme más la eventual lesión de un inocente y noble equino que el probable accidente sufrido por un humano pensante vestido de jockey. Durante semanas enteras dudé en investigar algo. El hipócrita pretexto era no saber por dónde empezar, cuando evidentemente lo que me ataba era el miedo.

     Me gustan mucho los temas burreros, pero la célebre Milonga Burrera de Vila y Cardenal no es de mis preferidas. Igual, una noche volviendo del laburo abría la puerta de calle canturreando la segunda estrofa: Era un burro sangre pura / flaco como un cacho de hilo / pesaba dieciocho kilos / con el freno y la montura. / Sacarle la mishiadura / fue mi propósito cierto / y lo llevé a Don Mamerto / un veterinario púa / que salvó al rengo Garúa / cuando lo daban por muerto. Por entonces seguía empantanado entre las dudas y el miedo para comenzar la investigación. Un rato antes de cenar me encontré hojeando la guía telefónica en busca de un doctor Mamerto. Me sorprendí mucho cuando encontré el pequeño aviso de un veterinario apellidado así. Agendé el número y al día siguiente lo llamé desde la oficina.
–Hable –dijo una voz algo oscura desde el otro lado de la línea. Me presenté, le conté dónde escribía y lo que proyectaba.
–¿Qué necesitás exactamente? –me preguntó sin preámbulos.
–Estoy tratando de investigar la vida de los caballos de carrera que se lesionan o que no sirven para la reproducción. Le soy sincero, tengo bastante cagaso por las posibles respuestas, pero voy a empezar.
–Qué tema… Me parece que hacés bien en tener miedo.
Como introducción, el comentario era muy inquietante.
 –Si no estás ocupado podemos encontrarnos esta tarde a charlar un rato.
–Sí… –respondí titubeando entre el entusiasmo y la sorpresa.
–Bueno, a eso de las siete en el bar de Solís y Carlos Calvo. ¿Te parece bien?
–Al pelo doctor. Me queda fenómeno.
Escuché un click. ¿Cómo no me iba a quedar bien? Si todos los días pasaba con el colectivo a esa hora por esa esquina. Increíble. El tipo había hablado con mucha seguridad, pero sin decirme cómo podría reconocerlo. ¿No me estaría tomando el pelo? Bueno, no era para alarmarse demasiado. Una vez el recordado coleccionista Héctor Ernié me había citado por teléfono en el viejo Canadian de San Juan y Boedo para pasarme unas grabaciones lunfas de Rivero en su momento prohibidas por la milicada sin dar mayores detalles, y cuando apareció por el bar vino derecho a mi mesa como si me conociera de toda la vida.

     Me senté junto a la ventana de Solís. En mi reloj eran las siete en punto. Pedí un cortado y esperé, mirando la calle.
–Hola –de pronto dijo a mi lado un hombre muy alto. Luego de acomodar en la silla del costado el sobretodo, la bufanda y la gorra, se sentó. Hizo una seña y al instante se acercó el mozo sirviéndole un pocillo de café y una copita de ginebra. Sin esperar que le pregunte nada comenzó a hablar.
–En el tiempo que vivimos hay muchos valores trastocados, entre ellos los del turf. O si preferís darlo vuelta, los valores que en otro tiempo regían la hípica han cambiado mucho, tanto como los de la sociedad toda. Hace ya unos cuantos años el turf era una actividad homogénea, aquellos que lo hacían marchaban en un mismo sentido. Hoy Palermo se tira pedos en el aire con las maquinitas, San Isidro, que supo hacer una pista de arena cuando había guita, amenaza cerrar el portón pero sigue manteniendo los campos de golf, La Plata camina por otro lado, y el turf del interior por otro.
El doctor Mamerto hizo una pausa para tomar un sorbo de café. Yo trataba de adivinar en qué forma llegaría al tema por el cual lo había contactado.
–Cuando te hablo de valores cambiados, digo que en estos tiempos a veces tocás el timbre y sale una voz que te dice que no hay nadie. ¿Por qué? Antes vos caminabas por algún reducto aristocrático, oligárquico si querés, encontrabas tres o cuatro apellidos de rancia estirpe vernácula tomando unos whiscachos en un boliche y ninguno de ellos te iba a andar ocultando de dónde le había venido la guita, o cómo la hacía. Hoy en día hay mucha gente a la que no le conviene contar nada, ni de su pasado ni del presente.
–Muchos de esos apellidos que usted menciona me parece que ya estaban haciendo diferencias turbias en la aduana del virreynato o en la repartija de hectáreas después de amasijar a los indios.
–Sí, pero no tenían drama en contártelo.
Después de unos segundos el doctor soltó una carcajada.
–Lo que intento explicarte es que hoy en día te pueden sacar cagando aunque llames para preguntar la hora. Pasa más o menos como en el cuento del chancho que desaparece sin que ningún vecino sepa nada, hasta que un día el comisario saluda al sordo del pueblo y el tipo le dice que no vió ningún chancho. Si hay algo turbio dando vueltas, no conviene hablar con nadie. Los que están limpios por ahí también se hacen los otarios.
–A ver si entiendo. Usted dice que hoy en día algunos propietarios…
–¿Qué? No. Yo no digo nada. Si vos pensaste citarme en lo que vas a escribir, niego todo, a lo mejor hasta te hago un juicio. Simplemente te estoy contando una historia para que sepas en qué te estás metiendo.
El doctor terminó su café sonriendo, socarrón. Luego se mandó la ginebra de un saque. Casi de inmediato apareció el mozo para reponerla. Yo no sabía cómo seguir la conversación.
–Si estás un poco alarmado, está bien. Hay que ver hasta dónde pensás llegar con tu investigación. ¿Te acordás hace unos años qué cantidad de gente aparecía muerta después de caerse en la bañadera? Eso sí, cuando los iban a levantar tenían dos balazos en la nuca, pero era un detalle.
–Ah, no sabe lo tranquilo que me pone.
–Te repito, hay que ver hasta dónde querés llegar. Por ahí empezás tirando de un hilito sin importancia y terminás descosiendo una frazada. Si bien el turf ha cambiado muchísimo y atraviesa una severa crisis, lo que no ha cambiado, o tal vez ha cambiado para mejor y funciona como una máquina bien aceitada y efectiva, es la industria frigorífica.
Asentí en silencio. Intenté un gesto con el mozo, pero conmigo la cosa no funcionaba. Tuve que llamarlo.
–No sé cómo se te ocurre escribir sobre un tema que  apunta directo al corazón del burrero, pero en fin, si querés investigarlo, yo te puedo contar algo de la gente que maneja el negocio, y hasta puedo conectarte con personas que saben mucho más.
–Claro, total después niegan todo.
–Exactamente, veo que aprendés rápido. Pensalo. Ahora me tengo que ir. En un par de días voy a andar por acá, a la misma hora.
–Lo puedo llamar.
–¿Adónde? –dijo el doctor Mamerto conteniendo otra pequeña carcajada mientras se mandaba al buche la segunda ginebra y levantaba su ropa de la silla.
–Pasado mañana más o menos a la misma hora. Si te interesa. Buenas noches.
     Cuando llegué a casa lo primero que hice fue llamar número que tenía agendado. Tres veces me atendió la misma señora diciendo que esa era la casa de la familia Gómez y no conocían a ningún Mamerto. Acto seguido agarré la guía telefónica intuyendo lo que iba a pasar. Allí tampoco figuraba ningún doctor con ese apellido.

     Soy un tipo bastante tímido y medroso, cagón hablando en criollo. Al miedo original por las respuestas que traería mi probable investigación, se me habían sumado otros temores de la mano del enigmático doctor Mamerto, cuyos datos había visto desaparecer de la guía telefónica, apellidado igual que uno de los personajes de una milonga burrera escrita medio siglo atrás. Sin embargo, dos días después de nuestro primer encuentro allí estaba nuevamente, esperándolo en la mesa de la ventana.
–Buenas –saludó otra vez apareciendo repentinamente a mis espaldas. Esta vez tomó asiento sin sacarse la gorra. El mozo vino sin recibir indicaciones.
–¿Nunca anotás nada? –preguntó el doctor observando mi agenda cerrada y pasando el dedo por una gotita de ginebra que brillaba en el borde del plato.
–Es que todavía no estoy decidido a hacer la nota.
–Me conmueven los burreros con culpa –dijo, e hizo inmediatamente un gesto con la mano abierta.
–Perdoná, no quise ofender, fue una broma de mal gusto.
Lo miré sin expresión, obviando tanto el chiste como la posterior disculpa.
–Querés escribir sobre los caballos de carrera que parten rumbo al matadero o al abandono. Dejate de joder, ¿cómo le puede caer a un tipo que está estudiando una tabulada en el hipódromo leer una nota donde le sugerís que la bocha de mortadela que le compró la patrona en realidad es un cacho del tungo que fichó dos meses atrás en una trifecta? Pero en fin, yo te iba a recomendar que hablaras con el petiso Carbajal, un amigo que tiene un corralón por la provincia y suele hacer de nexo con los hipódromos o con los frigoríficos. Si tenés un yobaca él juega a dos puntas, tanto te puede contactar con alguien que lo entrene para presentarlo en una carrera como con alguien que lo faene para presentarlo en un embutido.
A esta altura del diálogo, Mamerto, su enigma y sus chistes habían tenido un doble efecto: me hartaron y pasaron mis miedos a un segundo plano. Tal vez la gota que rebalsó el vaso fue la mención al tal Carbajal, otro protagonista de aquella milonga burrera (lo llevé pa'l corralón /  del petiso Carbajal / como buen profesional /  sin demorar un momento / empecé el entrenamiento /  con vistas al Nacional). Le hablé sintiendo que estaba sonrojándome, como cuando me enojo.
–Tiene un gusto de mierda para las bromas, permítame que le diga. Usted y ese petiso amigo suyo se pueden ir bien al carajo. Y si quiere tomar a alguien para la joda mejor vaya a verlo a Urquiza.
–¿Qué Urquiza?
–El que te la pone y no te avisa –le dije ya parado y levantando un poco la voz para que me escuchara con claridad. Acto seguido tiré un billete al lado del servilletero y salí del bar rumbo a la parada del seis.

     Estaba oteando el horizonte en busca del colectivo cuando ví al doctor Mamerto avanzando hacia mí a grandes trancos, haciendo flamear el sobretodo.
–Escuchame gilazo –me dijo cuando estuvo al lado mientras me tomaba del hombro y  señalaba un toldo metálico para cubrirnos de la llovizna.
–¿Vos querés saber si hay tipos que le venden un yobaca al frigorífico para recuperar parte de la tarasca que pusieron? Sí, hay. Lo venden cuando se les lesiona, cuando se cansan de pagar la cuida y el veterinario sin agarrar chapa, cuando los tungos no pueden correr ni una penca, cuando no sirven para la reproducción, cuando terminan la campaña. Hay todo lo que imaginaste, y más. ¿Querés saber si hay tipos que terminan abandonándolos en el campo? Sí, también hay. ¿Para qué carajo vas a publicar semejante nota? ¿Te creés que el burrero no sabe todas estas cosas? Habrá algunos que miran para otro lado, o nuevitos que se horrorizan porque en definitiva no entienden nada, pero a los burreros de ley no les hace falta que un periodista de cuarta les vaya a romper las pelotas con lo que ya saben de sobra. Si tenés problemas de conciencia, en lugar de tirarle tu basura a la gente andá a ver un psicólogo.
Me había hablado de un tirón y con los dientes apretados, como escupiendo las frases. Lo rodeaba una nube de olor a ginebra y estaba agitado. Supuse que mi silencio lo enardecería aún más, pero no podía articular palabra. Después de un rato que me pareció eterno el doctor volvió a hablar, ahora mirando el piso y haciendo gestos negativos con la cabeza.
–Disculpame. Qué se yo, hacé lo que quieras, tal vez sea necesario que alguien cuente la historia, tal vez en definitiva sea todo consecuencia de la curda que tenía el barbudo cuando dispuso que aquellos que había creado vivieran comiéndose los unos a los otros. Me estoy yendo al carajo, no me des bola. Escribí lo que se te ocurra y tratá de que no te salga sentimental al pedo. Chau, en lugar de ir a ver a Urquiza como me aconsejaste, me voy a lo de Pascual Angulo, que es reversible.
El doctor me dio una palmadita en la espalda y salió caminando tan rápidamente como había llegado, con los faldones del sobretodo al viento. A dos cuadras divisé un seis. Había empezado a llover más fuerte.

     Días después de aquella segunda y última entrevista con el doctor Mamerto, he desechado la investigación. Sin embargo reflexiono sobre un notable concepto de Botafuria (Diego Lucero) vertido en una de sus memorables crónicas hípicas: “El yobaca y el burrero forman el gran binomio de la inocencia. Porque los dos quedan al margen a la hora de preparar el condimento de ese estofado que se cocina en el misterio con olor a alfalfa de los estuses.” ¿Esta inocencia del burrero irá mas allá del terreno de los bombos al que refiere Don Diego? ¿Las respuestas a aquellos interrogantes al cabo no indagados serán tan obvias para el hombre de la perrera como me aseguró Mamerto? Sospecho que los que miran para otro lado y tratan de no pensar en la parte fulera del asunto son muchos más que la minoría calculada por el doctor.
     Tengo más dudas ahora que al principio, tal vez algún día junte coraje y me ponga a investigar en serio, sé que todo me va a quedar como una asignatura pendiente dando vueltas en la cabeza. Por ahora cierro el libro con las reflexiones de Botafuria y hasta que me avisen que está listo el morfi me pongo a escuchar a Yupanqui. Si al doctor Mamerto se le traduce en un sentimental golpe bajo, problema de él.


(Atahualpa Yupanqui).


Marcelo Fébula.
Publicado originalmente en TAG - Todo a Ganador en Julio de 2007.

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