¿Qué pasa con los caballos que ven
interrumpida su campaña en las pistas por alguna lesión, con aquellos que no
sirven para padrillos o yeguas madres, con los que nacen sangre pura y ni
llegan a correr por problemas de salud, o con los que proyectan no agarrar una
chapa en su vida ni corriendo en perdidos andariveles del interior? Tratar de
encontrar respuestas a estos interrogantes es una dura tarea para alguien que
teme más la eventual lesión de un inocente y noble equino que el probable
accidente sufrido por un humano pensante vestido de jockey. Durante semanas
enteras dudé en investigar algo. El hipócrita pretexto era no saber por dónde
empezar, cuando evidentemente lo que me ataba era el miedo.
Me gustan mucho los temas burreros, pero la
célebre Milonga Burrera de Vila y Cardenal no es de mis preferidas. Igual, una
noche volviendo del laburo abría la puerta de calle canturreando la segunda
estrofa: Era un burro sangre pura / flaco como un cacho de hilo / pesaba dieciocho
kilos / con el freno y la montura. / Sacarle la mishiadura / fue mi propósito
cierto / y lo llevé a Don Mamerto / un veterinario púa / que salvó al rengo
Garúa / cuando lo daban por muerto. Por entonces seguía empantanado entre las
dudas y el miedo para comenzar la investigación. Un rato antes de cenar me
encontré hojeando la guía telefónica en busca de un doctor Mamerto. Me sorprendí
mucho cuando encontré el pequeño aviso de un veterinario apellidado así. Agendé
el número y al día siguiente lo llamé desde la oficina.
–Hable –dijo una voz algo oscura desde el otro
lado de la línea. Me presenté, le conté dónde escribía y lo que proyectaba.
–¿Qué necesitás exactamente? –me preguntó sin
preámbulos.
–Estoy tratando de investigar la vida de los
caballos de carrera que se lesionan o que no sirven para la reproducción. Le
soy sincero, tengo bastante cagaso por las posibles respuestas, pero voy a empezar.
–Qué tema… Me parece que hacés bien en tener
miedo.
Como introducción, el comentario era muy
inquietante.
–Si no
estás ocupado podemos encontrarnos esta tarde a charlar un rato.
–Sí… –respondí titubeando entre el entusiasmo
y la sorpresa.
–Bueno, a eso de las siete en el bar de Solís
y Carlos Calvo. ¿Te parece bien?
–Al pelo doctor. Me queda fenómeno.
Escuché un click. ¿Cómo no me iba a quedar
bien? Si todos los días pasaba con el colectivo a esa hora por esa esquina.
Increíble. El tipo había hablado con mucha seguridad, pero sin decirme cómo
podría reconocerlo. ¿No me estaría tomando el pelo? Bueno, no era para
alarmarse demasiado. Una vez el recordado coleccionista Héctor Ernié me había
citado por teléfono en el viejo Canadian de San Juan y Boedo para pasarme unas
grabaciones lunfas de Rivero en su momento prohibidas por la milicada sin dar
mayores detalles, y cuando apareció por el bar vino derecho a mi mesa como si
me conociera de toda la vida.
Me
senté junto a la ventana de Solís. En mi reloj eran las siete en
punto. Pedí un cortado y esperé, mirando la calle.
–Hola –de pronto dijo a mi lado un hombre muy
alto. Luego de acomodar en la silla del costado el sobretodo, la bufanda y la
gorra, se sentó. Hizo una seña y al instante se acercó el mozo sirviéndole un
pocillo de café y una copita de ginebra. Sin esperar que le pregunte nada comenzó a hablar.
–En el tiempo que vivimos hay muchos valores
trastocados, entre ellos los del turf. O si preferís darlo vuelta, los valores
que en otro tiempo regían la hípica han cambiado mucho, tanto como los de la
sociedad toda. Hace ya unos cuantos años el turf era una actividad homogénea,
aquellos que lo hacían marchaban en un mismo sentido. Hoy Palermo se tira pedos
en el aire con las maquinitas, San Isidro, que supo hacer una pista de arena cuando había guita, amenaza cerrar el portón pero sigue
manteniendo los campos de golf, La Plata
camina por otro lado, y el turf del interior por otro.
El doctor Mamerto hizo una pausa para tomar un
sorbo de café. Yo trataba de adivinar en qué forma llegaría al tema por el cual
lo había contactado.
–Cuando te hablo de valores cambiados, digo
que en estos tiempos a veces tocás el timbre y sale una voz que te dice que no hay
nadie. ¿Por qué? Antes vos caminabas por algún reducto aristocrático,
oligárquico si querés, encontrabas tres o cuatro apellidos de rancia estirpe
vernácula tomando unos whiscachos en un boliche y ninguno de ellos te iba a
andar ocultando de dónde le había venido la guita, o cómo la hacía. Hoy en día
hay mucha gente a la que no le conviene contar nada, ni de su pasado ni del
presente.
–Muchos de esos apellidos que usted menciona
me parece que ya estaban haciendo diferencias turbias en la aduana del
virreynato o en la repartija de hectáreas después de amasijar a los indios.
–Sí, pero no tenían drama en contártelo.
Después de unos segundos el doctor soltó una
carcajada.
–Lo que intento explicarte es que hoy en día
te pueden sacar cagando aunque llames para preguntar la hora. Pasa más o menos
como en el cuento del chancho que desaparece sin que ningún vecino sepa nada,
hasta que un día el comisario saluda al sordo del pueblo y el tipo le dice que
no vió ningún chancho. Si hay algo turbio dando vueltas, no conviene hablar con
nadie. Los que están limpios por ahí también se hacen los otarios.
–A ver si entiendo. Usted dice que hoy en día
algunos propietarios…
–¿Qué? No. Yo no digo nada. Si vos pensaste
citarme en lo que vas a escribir, niego todo, a lo mejor hasta te hago un
juicio. Simplemente te estoy contando una historia para que sepas en qué te
estás metiendo.
El doctor terminó su café sonriendo, socarrón.
Luego se mandó la ginebra de un saque. Casi de inmediato apareció el mozo para
reponerla. Yo no sabía cómo seguir la conversación.
–Si estás un poco alarmado, está bien. Hay que
ver hasta dónde pensás llegar con tu investigación. ¿Te acordás hace unos años
qué cantidad de gente aparecía muerta después de caerse en la bañadera? Eso sí,
cuando los iban a levantar tenían dos balazos en la nuca, pero era un detalle.
–Ah, no sabe lo tranquilo que me pone.
–Te repito, hay que ver hasta dónde querés
llegar. Por ahí empezás tirando de un hilito sin importancia y terminás
descosiendo una frazada. Si bien el turf ha cambiado muchísimo y atraviesa una
severa crisis, lo que no ha cambiado, o tal vez ha cambiado para mejor y
funciona como una máquina bien aceitada y efectiva, es la industria
frigorífica.
Asentí en silencio. Intenté un gesto con el
mozo, pero conmigo la cosa no funcionaba. Tuve que llamarlo.
–No sé cómo se te ocurre escribir sobre un tema que apunta directo al corazón del burrero,
pero en fin, si querés investigarlo, yo te puedo contar algo de la gente que
maneja el negocio, y hasta puedo conectarte con personas que saben mucho más.
–Claro, total después niegan todo.
–Exactamente, veo que aprendés rápido.
Pensalo. Ahora me tengo que ir. En un par de días voy a andar por acá, a la
misma hora.
–Lo puedo llamar.
–¿Adónde? –dijo el doctor Mamerto conteniendo otra
pequeña carcajada mientras se mandaba al buche la segunda ginebra y levantaba
su ropa de la silla.
–Pasado mañana más o menos a la misma hora. Si
te interesa. Buenas noches.
Cuando
llegué a casa lo primero que hice fue llamar número que tenía agendado. Tres
veces me atendió la misma señora diciendo que esa era la casa de la familia
Gómez y no conocían a ningún Mamerto. Acto seguido agarré la guía telefónica
intuyendo lo que iba a pasar. Allí tampoco figuraba ningún doctor con ese
apellido.
Soy
un tipo bastante tímido y medroso, cagón hablando en criollo. Al miedo original
por las respuestas que traería mi probable investigación, se me habían sumado
otros temores de la mano del enigmático doctor Mamerto, cuyos datos había visto
desaparecer de la guía telefónica, apellidado igual que uno de los personajes
de una milonga burrera escrita medio siglo atrás. Sin embargo, dos días después
de nuestro primer encuentro allí estaba nuevamente, esperándolo en la mesa de
la ventana.
–Buenas –saludó otra vez apareciendo repentinamente
a mis espaldas. Esta vez tomó asiento sin sacarse la gorra. El mozo vino sin
recibir indicaciones.
–¿Nunca anotás nada? –preguntó el doctor
observando mi agenda cerrada y pasando el dedo por una gotita de ginebra que
brillaba en el borde del plato.
–Es que todavía no estoy decidido a hacer la
nota.
–Me conmueven los burreros con culpa –dijo, e
hizo inmediatamente un gesto con la mano abierta.
–Perdoná, no quise ofender, fue una broma de
mal gusto.
Lo miré sin expresión, obviando tanto el
chiste como la posterior disculpa.
–Querés escribir sobre los caballos de carrera
que parten rumbo al matadero o al abandono. Dejate de joder, ¿cómo le puede
caer a un tipo que está estudiando una tabulada en el hipódromo leer una nota
donde le sugerís que la bocha de mortadela que le compró la patrona en realidad
es un cacho del tungo que fichó dos meses atrás en una trifecta? Pero en fin, yo
te iba a recomendar que hablaras con el petiso Carbajal, un amigo que tiene un
corralón por la provincia y suele hacer de nexo con los hipódromos o con los frigoríficos.
Si tenés un yobaca él juega a dos puntas, tanto te puede contactar con alguien
que lo entrene para presentarlo en una carrera como con alguien que lo faene
para presentarlo en un embutido.
A esta altura del diálogo, Mamerto, su enigma
y sus chistes habían tenido un doble efecto: me hartaron y pasaron mis miedos a
un segundo plano. Tal vez la gota que rebalsó el vaso fue la mención al tal
Carbajal, otro protagonista de aquella milonga burrera (lo llevé pa'l corralón
/ del petiso Carbajal / como buen
profesional / sin demorar un momento /
empecé el entrenamiento / con vistas al
Nacional). Le hablé sintiendo que estaba sonrojándome, como cuando me enojo.
–Tiene un gusto de mierda para las bromas,
permítame que le diga. Usted y ese petiso amigo suyo se pueden ir bien al
carajo. Y si quiere tomar a alguien para la joda mejor vaya a verlo a Urquiza.
–¿Qué Urquiza?
–El que te la pone y no te avisa –le dije ya
parado y levantando un poco la voz para que me escuchara con claridad.
Acto seguido tiré un billete al lado del servilletero y salí del bar rumbo a la
parada del seis.
Estaba
oteando el horizonte en busca del colectivo cuando ví al doctor Mamerto
avanzando hacia mí a grandes trancos, haciendo flamear el sobretodo.
–Escuchame gilazo –me dijo cuando estuvo al
lado mientras me tomaba del hombro y
señalaba un toldo metálico para cubrirnos de la llovizna.
–¿Vos querés saber si hay tipos que le venden
un yobaca al frigorífico para recuperar parte de la tarasca que pusieron? Sí,
hay. Lo venden cuando se les lesiona, cuando se cansan de pagar la cuida y el
veterinario sin agarrar chapa, cuando los tungos no pueden correr ni una penca,
cuando no sirven para la reproducción, cuando terminan la campaña. Hay todo lo
que imaginaste, y más. ¿Querés saber si hay tipos que terminan abandonándolos
en el campo? Sí, también hay. ¿Para qué carajo vas a publicar semejante nota? ¿Te
creés que el burrero no sabe todas estas cosas? Habrá algunos que miran para
otro lado, o nuevitos que se horrorizan porque en definitiva no entienden nada,
pero a los burreros de ley no les hace falta que un periodista de cuarta les
vaya a romper las pelotas con lo que ya saben de sobra. Si tenés problemas de
conciencia, en lugar de tirarle tu basura a la gente andá a ver un psicólogo.
Me había hablado de un tirón y con los dientes
apretados, como escupiendo las frases. Lo rodeaba una nube de olor a ginebra y
estaba agitado. Supuse que mi silencio lo enardecería aún más, pero no podía
articular palabra. Después de un rato que me pareció eterno el doctor volvió a
hablar, ahora mirando el piso y haciendo gestos negativos con la cabeza.
–Disculpame. Qué se yo, hacé lo que quieras,
tal vez sea necesario que alguien cuente la historia, tal vez en definitiva sea
todo consecuencia de la curda que tenía el barbudo cuando dispuso que aquellos
que había creado vivieran comiéndose los unos a los otros. Me estoy yendo al
carajo, no me des bola. Escribí lo que se te ocurra y tratá de que no te salga
sentimental al pedo. Chau, en lugar de ir a ver a Urquiza como me aconsejaste,
me voy a lo de Pascual Angulo, que es reversible.
El doctor me dio una palmadita en la espalda y
salió caminando tan rápidamente como había llegado, con los faldones del
sobretodo al viento. A dos cuadras divisé un seis. Había empezado a llover más
fuerte.
Días después de aquella segunda y última
entrevista con el doctor Mamerto, he desechado la investigación. Sin embargo
reflexiono sobre un notable concepto de Botafuria (Diego Lucero) vertido en una
de sus memorables crónicas hípicas: “El yobaca y el burrero forman el gran
binomio de la inocencia. Porque los dos quedan al margen a la hora de preparar
el condimento de ese estofado que se cocina en el misterio con olor a alfalfa de
los estuses.” ¿Esta inocencia del burrero irá mas allá del terreno de los bombos
al que refiere Don Diego? ¿Las respuestas a aquellos interrogantes al cabo no
indagados serán tan obvias para el hombre de la perrera como me aseguró
Mamerto? Sospecho que los que miran para otro lado y tratan de no pensar en la
parte fulera del asunto son muchos más que la minoría calculada por el doctor.
Tengo más dudas ahora que al principio, tal
vez algún día junte coraje y me ponga a investigar en serio, sé que todo me va
a quedar como una asignatura pendiente dando vueltas en la cabeza. Por ahora
cierro el libro con las reflexiones de Botafuria y hasta que me avisen que está
listo el morfi me pongo a escuchar a Yupanqui. Si al doctor Mamerto se le
traduce en un sentimental golpe bajo, problema de él.
(Atahualpa Yupanqui).
Marcelo Fébula.
Publicado originalmente en TAG - Todo a Ganador en Julio de 2007.
Publicado originalmente en TAG - Todo a Ganador en Julio de 2007.

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