Lo que voy a contar es una fábula o cuento que alguna vez escuché, lo adorné un poco con nombres y otros detalles. Al final del relato tal vez nos quede la sensación que pudo ser cierto.
Eran
cuatro amigos que se reunían en la parte alta de la tribuna popular de Palermo
, esa tribuna de escalones anchos, en donde se encontraban enclavados bancos
similares a los que se podían ver en las
plazas, de madera pintada de verde, con respaldos arqueados y bases de hierro
forjado.
José,
Abelardo, Víctor y Anselmo, eran amigos de las carreras, de verse en el mismo
lugar del hipódromo desde hacia varios años, ninguno sabía mucho acerca de los otros,
excepto el barrio donde vivían y alguno que otro dato, pero no mas que eso.
Esa
tarde cuando salían al paseo de la 5ta carrera, Abelardo dijo: “Ese, el 8, me gusta ese”. El caballo tenía
antecedentes muy pobres, con algunas carreras corridas, apenas si había tenido
marcador en alguna de ellas, y además iba con un jockey aprendiz. Pero, cuando
a un burrero se le mete en la cabeza un caballo, no hay nada que hacer, el
hombre lo va a fichar aunque salga rengo a la pista.
Abelardo
bajo de la tribuna y se metió en la ventanilla del 8, que dada su escasa chance
tenia asignada una sola ventana.
Regresó a la tribuna y sus amigos le
preguntaron si finalmente se había quedado con el 8. “Si, no me cambié, le jugué 500 ganadores”, dijo Abelardo mostrando
una pilita de boletos.
Cuando pusieron la boleteada en las
pizarras, el cálculo daba que el 8 pagaba
más de 60 pesos a ganador, eran tiempos en que todavía no habían aparecido los
totalizadores, así que había que hacer la cuenta.
Largaron y en el tramo final el 8 se
trenzó con el favorito, el numero 2, en
un palpitante cabeza a cabeza, cruzaron el disco sin sacarse ventajas. Abelardo
estaba pálido, no se había atrevido ni a gritar. Sus amigos y gente que allí estaba, decían cosas tales
como, gano el de adentro, o para mi es
empate, y así. Abelardo no escuchaba a nadie, permanecía inmóvil, con la mirada
puesta en el marcador. Subieron la verde
y después de algunos minutos vino el fallo. El 8 había perdido por el hocico.
Abelardo pasó del color pálido al rojo, enfurecido y maldiciendo su suerte, rompió en mil pedazos los boletos que tenia en su mano,
ante la mirada de sus amigos que guardaban un piadoso silencio, y desapareció.
El asunto es que cuando Abelardo se
fue rajando, malhumorado y con la rabia
desfigurando su rostro, no habían bajado la colorada todavía, y al cabo de unos minutos subieron
la amarilla, y pasó lo inevitable en estos casos, lo bajaron al 2 y pusieron la chapa del 8, que
devolvió 62 pesos por cada dos apostados.
Los
tres amigos se miraron unos a otros, pensaron en la cara que iba a poner
Abelardo cuando leyera los resultados en el diario. En eso estaban cuando apareció
Abelardo, desencajado, transpirando, y sin decir una palabra se arrojó debajo
de los bancos a juntar todo papelito que encontrara, con la esperanza de restaurar sus boletos. Pero, reconstruir su
jugada, a partir de un montón de papelitos rotos desparramados por todos lados,
era tarea imposible. Cuando Abelardo lo comprendió,
se fue sin ni siquiera, saludar a sus
amigos.
A
la reunión siguiente Abelardo no apareció. No
llamó demasiado la atención, tal vez no había podido ir al hipódromo por
algún asunto de familia o algo así. Pero al cabo de tres o cuatro reuniones sin
aparecer, sus amigos empezaron a preocuparse. Víctor, el mas joven del cuarteto
bromeó “Che, no se habrá baleado en un rincón
este?”. “No digas disparates” lo
cruzó José.
Anselmo, el más veterano del grupo,
se ofreció para rastrearlo. Solo sabían que vivía en el barrio de Floresta,
cerca de la cancha de All Boys.
Así fue que Anselmo se llegó un día
hasta el barrio de Floresta, por los
alrededores de la cancha de All Boys. No sabía por donde empezar, entonces pensó
que los bares o cafés de la zona eran un buen punto de partida, un tipo que
juega a las carreras es casi seguro que frecuenta algún boliche. Comenzó a
recorrer la Avda. Alvarez
Jonte y al llegar a Segurola encontró el primer café, de nombre Febo, entró, se
dirigió al mostrador y le preguntó al que atendía si por el lugar solía venir un muchacho de nombre Abelardo. No
tuvo suerte, por ahí no conocían a nadie con ese nombre.
Después de recorrer dos o tres bares, y a punto de abandonar la búsqueda, encontró un local chiquito, sobre la calle Lascano, que
no tenía pinta de ser refugio de
burreros u otras yerbas, pero ya que estaba, entró. En una mesa tres
parroquianos conversaban animadamente, mientras que en otra un hombre mayor leía
el diario. Encaró al mozo que atendía las mesas: “Disculpe, no sabe si por aquí suele venir un muchacho de nombre
Abelardo”, El mosaico lo miró, lo midió
de arriba a abajo, con aire desconfiado
y señalándole la mesa donde estaban los
tres tipos, le dijo “Pregunte ahí” “Gracias”
dijo Anselmo y se mandó a la mesa donde
el trío conversaba.
“Disculpen,
ustedes conocen a un muchacho de nombre Abelardo, que vive por el barrio” Y dio en la tecla. “Si,- dijo uno -, solía venir
por aquí, pero ahora hace mucho que no lo vemos”. “Esta
internado” acotó otro. “¿Como internado?”,
“Si, en un instituto psiquiátrico” completó
el informante. Anselmo no sabia que
decir, por fin se animó a preguntar si sabían el nombre del instituto y la dirección. “Mire, nosotros no sabemos nada, saliendo de
aquí a la derecha, en la otra cuadra, en una casa de puerta pintada de verde,
ahí vive Abelardo “
Anselmo dio las gracias, salio a la calle y enfiló en la dirección indicada, cuando estuvo frente
a la casa que le habían descripto, dudo unos instantes, tocó el timbre y esperó, Una mujer, con el
cansancio reflejado en su rostro, en el que se notaban los años y las penas, salió a
atenderlo “Señor?” – Disculpe la molestia pero soy amigo de
Abelardo y quisiera saber algo de él – La mujer lo miró, no sin recelo y le
dijo “Mi hijo esta internado en un
instituto”, - Ah, y podría darme la dirección?” La mujer entró en la casa y luego de unos
minutos regresó con un papelito escrito y sin decir palabra, se lo puso en la mano a Anselmo, y cerró la
puerta.
A
la reunión siguiente les comunicó a sus amigos los resultados de su búsqueda y
los tres coincidieron en que irían a visitarlo el sábado.
Llegaron
al instituto, atravesaron el parque
arbolado que rodeaba el edificio
principal y una vez en el, se dirigieron a una oficina que parecía de informes.
Una mujer vestida con uniforme de enfermera los atendió y a ella le preguntaron
por Abelardo. “Esperen un momento, por
favor” dijo la empleada. Salió por una puerta lateral, y volvió a los pocos
minutos “Abelardo esta en el parque, es
su hora de recreo”. Dieron las gracias y salieron.
Comenzaron
a caminar por el parque y reconocieron a
Abelardo sentado en un banco, leyendo un libro y a su lado, un fornido
enfermero. Cuando los vio, su rostro reflejó
cierta sorpresa, pero enseguida los abrazó uno por uno, y contento les dijo “Que hacen por aquí, que alegría verlos,
vengan siéntense”. Conversaron un rato, pero de carreras ni una palabra. El enfermero les anuncia que terminaba el horario de visitas y que debían
retirarse. Se despidieron de Abelardo prometiéndole que el sábado siguiente vendrían
más temprano para poder charlar tranquilos.
Mientras caminaban hacia la salida
los tres tenían el mismo pensamiento. No se entendía porque el amigo estaba
ahí, lo encontraron leyendo tranquilamente un libro y en la breve charla que
mantuvieron no revelaba desequilibrios que justificaran su estadía en ese
lugar y mucho menos con un enfermero al
lado. Hasta llegaron a considerar hacer
algo para sacarlo de allí.
El sábado siguiente repitieron la visita,
pero esta vez, avisados de los horarios, fueron temprano, Encontraron a Abelardo
leyendo como la primera vez y con la
custodia a su lado. Se acercaron y luego de los saludos se pusieron a charlar,
Abelardo les contaba acerca del libro que estaba leyendo y todo su desenvolvimiento era de una persona
normal, lo cual asombraba aun más a sus amigos.
En el medio de la conversación José
dijo ”Che, Abelardo, te acordas el día
que rompiste los boletos en Palermo y tu caballo había ganado por
distanciamiento a 62 pesos” No terminó de decirlo, y Abelardo se transformó,
empezó a chillar y se arrojó debajo del banco, y con sus uñas rascaba la tierra
mientras gritaba “¡¡Mis boletos!!, ¡¡¿Dónde
están mis boletos?!!”. Inmediatamente el enfermero que lo vigilaba lo agarrò de los brazos con mucho esfuerzo, y
mientras se lo llevaba, alcanzó a
decirles “Cada vez que le hablan de
carreras, le vienen estos ataques”.
Telón.
Moraleja:
“Domina tus impulsos y nunca rompas los
boletos antes que bajen la colorada y
confirmen el marcador, no sea cosa que te pase lo que a Abelardo”
Ernesto
Luis Quirolo
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