sábado, 29 de noviembre de 2014

Plumas burreras: Adrenalina

            


          Conocí a Horacio en uno de mis laburos. Coincidimos en el mismo departamento, una pequeña dependencia de la empresa que sólo necesitaba dos personas. Cuando llegué él ya estaba hacía unos meses, y en lo que a trabajo se refiere, a los dos minutos de ser presentados ya conformábamos un buen equipo. El gerente que me había entrevistado no era ningún gil, revisó el mazo en función de la carta nueva que le había caído y la ubicó de la mejor forma. Tanto Horacio como yo éramos dos tipos jóvenes pero ya bastante hastiados del ambiente de oficina, dos mercenarios que vendían sus conocimientos y experiencia al mejor postor, completamente desinteresados de cualquier carrera de ascensos y con un único objetivo: cobrar un sueldo pasándola lo mejor posible. Manejábamos nuestro sector casi de taquito, cubriéndonos mutuamente y haciendo frente común tanto para enfrentar las presiones de los clientes como las de los empleadores. Nuestras mañas de cagatintas sobraban para desenvolvernos cómodamente entre los habituales quilombos de aquel lugar. En el tiempo que compartimos tirando juntos del carro, nunca estuvimos desbordados ni con las cosas fuera de control. La Cueva de los Zorros (como una compañera había bautizado nuestra cucha) siempre tenía recursos para salir de cualquier problema, por chivo que fuese.


Nuestra relación fue exclusivamente laboral durante muchos meses. Muy poco sabía uno del otro respecto a vidas personales. Donde hay confianza es un asco, me había dicho una amiga en los albores de mi derrotero como asalariado, y Horacio se sentía tan identificado como yo con aquella máxima. Gustos, referencias de familia o problemas personales caían en cuentagotas, si caían. Pero justo cuando estábamos por cumplir un año trabajando juntos se dieron un par de circunstancias por las que nos conocimos un poco más allá de los límites que marcaba el horario de la oficina. El día en que fui a ver una obra donde actuaba su mujer, que estudiaba teatro, me presentó a  buena parte de la familia. Y a su vez él conoció a mi esposa cuando, ya harto del incumplimiento de varios técnicos, me animé a pedirle que se arrimara por casa a pegarle una revisada a la computadora (sabía un vagón). De modo que para el segundo año nuestra relación ya era un poco más profunda. Así fue que él supo de mi afición por los burros, y yo de la suya por el cine.

En el trabajo había algo que me llamaba mucho la atención en mi compañero. En días en los que todo estaba calmo, sin sobresaltos, él repentinamente  inventaba problemas. No de dimensiones inmanejables o demasiado importantes, apenas unas complicaciones. Por ahí estábamos tranquilos, haciendo cosas fáciles y de rutina, alguien le pedía algo, él daba el ok antes de confirmar y automáticamente estaba metido en un lío. A partir de ese momento se abocaba a la búsqueda frenética de la solución, y no permitía que lo ayude. Siempre terminaba solucionando los problemas, pero a veces después de sudar un buen rato. En esas ocasiones a veces me permitía preguntarle (simplemente con la mirada después de la primera vez), porqué carajo se complicaba sin necesidad, dónde estaba la gracia de cortar clavos de esa forma.
–Faltaba un poco de adrenalina –me decía levantando las cejas y sonriendo.
En fin, gustos son gustos dijo una vieja y le ponía dulce de leche al locro.

Horacio era muy cinéfilo y yo muy burrero, pero no había comparación entre nuestras charlas del séptimo arte y las referidas al turf. Yo estaba clavado en mi gusto por las películas europeas y los prejuicios que tenía respecto de las yanquis eran prácticamente insalvables, pero me esforzaba por abrir el balero y prestar mucha atención a sus apreciaciones. Como buen apasionado, se explayaba largamente sobre aspectos técnicos para mí desconocidos. Inclusive solía venirse con tres o cuatro videos y me los prestaba para que miráramos en casa. En retribución a su gesto mi mujer le envió varias revistas de cine muy antiguas que teníamos olvidadas en algún rincón de la biblioteca, con las que quedó fascinado. Pero el asunto no tenía ningún correlato en sentido inverso. Él apenas si preguntaba cómo me había ido en el hipódromo el fin de semana, y raramente me acompañaba hasta la agencia donde yo me escapaba a fichar al mediodía. Y las veces en que me puse a explicarle la lectura de las tabuladas o le conté el desarrollo de una carrera importante me escuchó atentamente, pero se notaba su desinterés.

            Al segundo año de trabajar juntos una serie de cambios hizo desaparecer el departamento que llevábamos adelante. Horacio aceptó otro puesto dentro de la empresa y yo tomé la decisión de revalidar mi título de mercenario saliendo a buscar otro empleo. A manera de despedida planificamos dos cosas: con mi mujer iríamos a su casa a cenar y mirar una película en el home no sé cuánto que se habían comprado, y él por su parte me acompañaría al hipódromo un domingo.
–A ver si logro entender algo del asunto antes de que te vayas.

            No sé si fue por la casualidad de haber acertado un triplo justamente esa tarde, porque lo impactó el espectáculo o por otra cosa que ignoro, pero aquel día en que visitamos juntos el verde césped Horacio a eso de la mitad de la reunión estaba realmente muy entusiasmado, casi eufórico. Parecía estar tomando un curso acelerado de turf, tantas eran las preguntas que hacía. Hojeaba constantemente la revista, no dejaba de controlar  el totalizador, hacía cuentas para saber cuánto salían las apuestas con parte y se desesperaba por ver los caballos en la redonda antes de apostar. Su actividad casi furiosa y sin pausas duró hasta que le dije que me iba. Él se hubiera quedado hasta la última, estoy seguro, pero yo tenía un compromiso familiar y no podía hacerme el desentendido. Cuando nos despedimos me quedé pensando en él un buen rato. Habían quedado medio difusos y apenas bosquejados futuros encuentros para que conociera Palermo y La Plata, aunque a juzgar por su entusiasmo ya no iba a necesitar a nadie que lo acompañara para explicarle nada.
–Le contagiaste el bicho –comentó mi mujer cuando le conté las vivencias de la tarde.
–No creo, éste no pasa de dominguero, vas a ver –le contesté, dudando para mis adentros.

            A los pocos días de esa excursión al HP me mudé. De trabajo, de casa y de ciudad. Conseguí un buen empleo en Rosario y sin pensarlo dos veces allá nos fuimos, era muy buena guita. Casi no supe más nada de mi ex compañero. Rara vez contestaba los correos electrónicos y comunicarnos por teléfono era muy difícil porque nuestros horarios no coincidían.
Cuando dio otra vuelta la taba del trabajo nos volvimos a Buenos Aires. Habían pasado como tres años. En mi enésimo empleo ganaba poco pero tenía mucho tiempo libre. Un día se me dio por pasar en limpio el índice telefónico de la agenda, que estaba hecho jirones y era una colección de datos inservibles y tachaduras. En eso estaba cuando descubrí el teléfono directo de Horacio en la oficina. Ahí nomás lo llamé. Me dijeron que se había tomado un franco compensatorio. A la noche fue imposible comunicarme con su casa. La insistencia no me duró mucho, al segundo día me olvidé del asunto.

            Una tarde de mucho calor, estaba en un rincón alto del Paddock guareciéndome del solazo y estudiando la revista. Cuando levanté la vista para ver la evolución en el totalizador del caballo que tenía pensado fichar, descubro a Horacio apoyado en la verja de la redonda, de charla con dos tipos. Soy algo miope, dudé y se lo señalé a mi mujer para que me ayudara a confirmar si era él. Interrumpió la preparación del mate y miró.
–Sí, es. Te dije aquella vez, le contagiaste el bicho.
Un rato más tarde bajé, quería jugar una doble y tratar de ubicar a Horacio para saludarlo después de tanto tiempo. Lo encontré por los boxes, mirando caballos y discutiendo con otras personas. Me fui acercando sin que me viera y pude ubicarme a unos dos metros, semioculto por un árbol. Noté que la discusión en la que estaba enfrascado era muy encendida, y que hablaba como un veterano. Esgrimía vocabulario, ideas y argumentos que sólo un tipo de mucha tribuna es capaz de poner sobre la mesa. Por esos tiempos los prismáticos ya habían empezado a ralear, pero él tenía un par colgado del hombro y la revista hecha un rollo en el bolsillo lateral del saco. En un momento la disputa tomó cierta virulencia, y dos de los que participaban se alejaron haciendo gestos negativos con la cabeza mientras él les seguía hablando a la distancia.
–Aprendan a ver carreras, giles.
Siempre sin que notara mi presencia, lo seguí hasta el rincón de la tribuna donde se sentó. Cuando lo ví ponerse los lentes y abrir la revista, recordé aquella extraña costumbre que tenía cuando trabajábamos juntos.
–¿Y maestro, acá hay adrenalina? –le pregunté agarrándolo por sorpresa. Dejó de leer y me miró.
–La puta que te parió –me dijo.
  

Marcelo Fébula
Los hechos y personajes de esta historia son ficticios.

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