Conocí a Horacio en uno
de mis laburos. Coincidimos en el mismo departamento, una pequeña dependencia
de la empresa que sólo necesitaba dos personas. Cuando llegué él ya estaba
hacía unos meses, y en lo que a trabajo se refiere, a los dos minutos de ser
presentados ya conformábamos un buen equipo. El gerente que me había entrevistado
no era ningún gil, revisó el mazo en función de la carta nueva que le había
caído y la ubicó de la mejor forma. Tanto Horacio como yo éramos dos tipos jóvenes
pero ya bastante hastiados del ambiente de oficina, dos mercenarios que vendían
sus conocimientos y experiencia al mejor postor, completamente desinteresados
de cualquier carrera de ascensos y con un único objetivo: cobrar un sueldo pasándola
lo mejor posible. Manejábamos nuestro sector casi de taquito, cubriéndonos
mutuamente y haciendo frente común tanto para enfrentar las presiones de los
clientes como las de los empleadores. Nuestras mañas de cagatintas sobraban
para desenvolvernos cómodamente entre los habituales quilombos de aquel lugar.
En el tiempo que compartimos tirando juntos del carro, nunca estuvimos
desbordados ni con las cosas fuera de control. La Cueva de los Zorros (como una compañera había bautizado nuestra
cucha) siempre tenía recursos para salir de cualquier problema, por chivo que
fuese.
Nuestra relación fue exclusivamente laboral
durante muchos meses. Muy poco sabía uno del otro respecto a vidas personales. Donde hay confianza es un asco, me había
dicho una amiga en los albores de mi derrotero como asalariado, y Horacio se
sentía tan identificado como yo con aquella máxima. Gustos, referencias de
familia o problemas personales caían en cuentagotas, si caían. Pero justo
cuando estábamos por cumplir un año trabajando juntos se dieron un par de
circunstancias por las que nos conocimos un poco más allá de los límites que
marcaba el horario de la oficina. El día en que fui a ver una obra donde
actuaba su mujer, que estudiaba teatro, me presentó a buena parte de la familia. Y a su vez él
conoció a mi esposa cuando, ya harto del incumplimiento de varios técnicos, me
animé a pedirle que se arrimara por casa a pegarle una revisada a la
computadora (sabía un vagón). De modo que para el segundo año nuestra relación
ya era un poco más profunda. Así fue que él supo de mi afición por los burros,
y yo de la suya por el cine.
En el trabajo había algo que me llamaba mucho
la atención en mi compañero. En días en los que todo estaba calmo, sin
sobresaltos, él repentinamente inventaba
problemas. No de dimensiones inmanejables o demasiado importantes, apenas unas
complicaciones. Por ahí estábamos tranquilos, haciendo cosas fáciles y de
rutina, alguien le pedía algo, él daba el ok
antes de confirmar y automáticamente estaba metido en un lío. A partir de ese
momento se abocaba a la búsqueda frenética de la solución, y no permitía que lo
ayude. Siempre terminaba solucionando los problemas, pero a veces después de
sudar un buen rato. En esas ocasiones a veces me permitía preguntarle (simplemente
con la mirada después de la primera vez), porqué carajo se complicaba sin necesidad,
dónde estaba la gracia de cortar clavos de esa forma.
–Faltaba un poco de adrenalina –me decía levantando las cejas y sonriendo.
En fin, gustos son gustos dijo una vieja y le ponía dulce de leche al
locro.
Horacio era muy cinéfilo y yo muy burrero, pero
no había comparación entre nuestras charlas del séptimo arte y las referidas al
turf. Yo estaba clavado en mi gusto por las películas europeas y los prejuicios
que tenía respecto de las yanquis eran prácticamente insalvables, pero me
esforzaba por abrir el balero y prestar mucha atención a sus apreciaciones. Como
buen apasionado, se explayaba largamente sobre aspectos técnicos para mí desconocidos.
Inclusive solía venirse con tres o cuatro videos y me los prestaba para que
miráramos en casa. En retribución a su gesto mi mujer le envió varias revistas
de cine muy antiguas que teníamos olvidadas en algún rincón de la biblioteca,
con las que quedó fascinado. Pero el asunto no tenía ningún correlato en
sentido inverso. Él apenas si preguntaba cómo me había ido en el hipódromo el
fin de semana, y raramente me acompañaba hasta la agencia donde yo me escapaba
a fichar al mediodía. Y las veces en que me puse a explicarle la lectura de las
tabuladas o le conté el desarrollo de una carrera importante me escuchó
atentamente, pero se notaba su desinterés.
Al segundo año de
trabajar juntos una serie de cambios hizo desaparecer el departamento que
llevábamos adelante. Horacio aceptó otro puesto dentro de la empresa y yo tomé
la decisión de revalidar mi título de mercenario saliendo a buscar otro empleo.
A manera de despedida planificamos dos cosas: con mi mujer iríamos a su casa a
cenar y mirar una película en el home no sé cuánto que se habían comprado, y él
por su parte me acompañaría al hipódromo un domingo.
–A ver si logro entender algo del asunto antes de que te vayas.
No sé si fue por la
casualidad de haber acertado un triplo justamente esa tarde, porque lo impactó
el espectáculo o por otra cosa que ignoro, pero aquel día en que visitamos
juntos el verde césped Horacio a eso de la mitad de la reunión estaba realmente muy entusiasmado,
casi eufórico. Parecía estar tomando un curso acelerado de turf, tantas eran
las preguntas que hacía. Hojeaba constantemente la revista, no dejaba de controlar el totalizador, hacía cuentas para saber
cuánto salían las apuestas con parte y se desesperaba por ver los caballos en
la redonda antes de apostar. Su actividad casi furiosa y sin pausas duró hasta
que le dije que me iba. Él se hubiera quedado hasta la última, estoy
seguro, pero yo tenía un compromiso familiar y no podía hacerme el desentendido.
Cuando nos despedimos me quedé pensando en él un buen rato. Habían quedado
medio difusos y apenas bosquejados futuros encuentros para que conociera Palermo y La Plata, aunque a juzgar por su entusiasmo ya no iba a necesitar a nadie que
lo acompañara para explicarle nada.
–Le contagiaste el bicho –comentó mi mujer cuando le conté las vivencias
de la tarde.
–No creo, éste no pasa de dominguero, vas a ver –le contesté, dudando
para mis adentros.
A los pocos días de esa
excursión al HP me mudé. De trabajo, de casa y de ciudad. Conseguí un buen
empleo en Rosario y sin pensarlo dos veces allá nos fuimos, era muy buena
guita. Casi no supe más nada de mi ex compañero. Rara vez contestaba los correos
electrónicos y comunicarnos por teléfono era muy difícil porque nuestros horarios
no coincidían.
Cuando dio otra vuelta la taba del trabajo nos
volvimos a Buenos Aires. Habían pasado como tres años. En mi enésimo empleo
ganaba poco pero tenía mucho tiempo libre. Un día se me dio por pasar en limpio
el índice telefónico de la agenda, que estaba hecho jirones y era una colección
de datos inservibles y tachaduras. En eso estaba cuando descubrí el teléfono
directo de Horacio en la oficina. Ahí nomás lo llamé. Me dijeron que se había
tomado un franco compensatorio. A la noche fue imposible comunicarme con su
casa. La insistencia no me duró mucho, al segundo día me olvidé del asunto.
Una tarde de mucho
calor, estaba en un rincón alto del Paddock guareciéndome del solazo y
estudiando la revista. Cuando levanté la vista para ver la evolución en el
totalizador del caballo que tenía pensado fichar, descubro a Horacio apoyado en
la verja de la redonda, de charla con dos tipos. Soy algo miope, dudé y se lo
señalé a mi mujer para que me ayudara a confirmar si era él. Interrumpió la
preparación del mate y miró.
–Sí, es. Te dije aquella vez, le contagiaste el bicho.
Un rato más tarde bajé, quería jugar una doble
y tratar de ubicar a Horacio para saludarlo después de tanto tiempo. Lo encontré
por los boxes, mirando caballos y discutiendo con otras personas. Me fui
acercando sin que me viera y pude ubicarme a unos dos metros, semioculto por un
árbol. Noté que la discusión en la que estaba enfrascado era muy encendida, y que
hablaba como un veterano. Esgrimía vocabulario, ideas y argumentos que sólo un
tipo de mucha tribuna es capaz de poner sobre la mesa. Por esos tiempos los
prismáticos ya habían empezado a ralear, pero él tenía un par colgado del
hombro y la revista hecha un rollo en el bolsillo lateral del saco. En un
momento la disputa tomó cierta virulencia, y dos de los que participaban se alejaron
haciendo gestos negativos con la cabeza mientras él les seguía hablando a la distancia.
–Aprendan a ver carreras, giles.
Siempre sin que notara mi presencia, lo seguí
hasta el rincón de la tribuna donde se sentó. Cuando lo ví ponerse los lentes y
abrir la revista, recordé aquella extraña costumbre que tenía cuando trabajábamos
juntos.
–¿Y maestro, acá hay adrenalina? –le pregunté agarrándolo por sorpresa.
Dejó de leer y me miró.
–La puta que te parió –me dijo.
Marcelo Fébula
Los hechos y
personajes de esta historia son ficticios.
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